Con cada respiración, mi diafragma luchaba por expandirse. Me dolían las costillas, posiblemente rotas, y tenía la rodilla derecha sangrando sin parar. Dejé de respirar durante unos segundos, en un intento fallido de reprimir el dolor.Sentí el calor subiendo a mi cara a medida que contenía el aire, así que lo solté despacio. En la próxima inhalación, un pinchazo hizo que todo mi cuerpo se estremeciera.
Me habían dado una paliza mortal.
Intenté incorporarme, pero el dolor en las costillas al doblar el torso fue demasiado y me volví a tumbar. El corazón me latía con tanta rabia que sentía cada golpe en la nuca.
Me ordené a mí misma calmarme y usé todo mi control para apretar los músculos del torso e incorporarme. Apreté los dientes para mantener cualquier reacción dentro y saqué los pies uno por uno de la cama. Casi de inmediato, la herida de mi rodilla empezó a pulsar con rabia y vi cómo la sangre se deslizaba hacia el suelo.
Lo único que tenía que hacer era llegar a la ducha; el agua fría calmaría el dolor y alejaría la somnolencia. Una posible contusión en la cabeza podría haber sido la causa.
Solté el aire despacio y, cuando vacié los pulmones, me impulsé hacia arriba, haciendo que varios huesos crujieran.
El llanto subió por mi garganta, pero lo mantuve dentro, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que llegar a la ducha.
Di un paso con mi pierna buena, apoyando casi todo mi peso en ella. Mi cabeza dio una vuelta y apreté los párpados con fuerza, intentando recordar cuándo fue la última vez que comí.
Alcé el pie malo, inhalé aire, lo dejé en el suelo. La rodilla cedió y me agarré con fuerza a la cómoda, negándome a dejarme caer. Ya tenía quince años, era demasiado mayor para caerme.
Algunas lágrimas traicioneras cayeron por mis mejillas, calentando aún más la piel y la posibilidad de tener fiebre me dio ganas de vomitar.
No tenía tiempo para la fiebre, podía lidiar con algún hueso roto, pero la fiebre siempre me hacía temblar y no conseguía dar en los blancos.
Intenté dar otro paso, y pareció funcionar. Si me apoyaba en la pared, llegaría al baño; solo eran cuatro metros. Me tomaría alrededor de dos segundos normalmente, quizá un minuto en ese estado.
Estaba a punto de tirarme hacia la pared cuando la puerta se abrió de golpe, iluminando la habitación y dejando a Giovanni a la vista. Tenía la mirada fija en su tableta, probablemente jugando a alguno de los videojuegos que tanto le gustaban.
—Tienes que ver el atuendo de este tipo, es morta— Mierda, joder. ¿Qué te pasó?
Inhalé aire lentamente. Nunca me había visto después de las sesiones de entrenamiento más duras, y por mucho que intenté esconderlo, sabía que algún día me descubriría. Simplemente esperaba que no fuera tan temprano.
—Necesito llegar a la ducha.
Mi voz sonaba lejana y rasposa, como si no hubiera bebido agua en mucho tiempo. No recordaba la última vez que me permitieron beber.
Giovanni seguía en el marco de la puerta, tenía la boca ligeramente abierta y sus ojos fijos en mi cara. Estaba bastante segura de que tenía un ojo morado, ya que la hinchazón no me permitía ver bien.
—La ducha, Giovanni.
Eso pareció activarlo, porque saltó dejando caer su tableta y empujó mi brazo sobre sus hombros. Suspiré aliviada cuando la presión desapareció de mi rodilla.
Mi primo aún tenía una mirada de shock en la cara mientras me ayudaba a llegar al baño, pero en vez de meterme en la ducha, me ayudó a sentarme en la bañera.
El mármol frío ayudó a relajar un poco mis músculos y giré el grifo en la parte del agua fría hasta el límite.
La camiseta empezó a pesar sobre mi cuerpo y cerré los ojos durante un solo segundo, intentando descansar los ojos.
—Tienes que mantenerme despierta.
Giovanni parecía más asustado con cada segundo que pasaba y, dado que la cabeza me pesaba cada vez más, necesitaba ayuda ya.
—Solo son un par de rasguños, tienes que centrarte.
Como si mi propio cuerpo quisiera llevarme la contraria, mi cuello se contrajo y empecé a toser, sin molestarme en taparme la boca. Observé con recelo la sangre en el agua y me lamí los labios, ignorando el sabor metálico. La maldita costilla rota estaba causando daños internos.
Mi primo levantó la mano y empujó mi cabeza bajo el agua antes de volver a tirar de mí hacia arriba.
Tosí el agua que había ingerido y lo miré con disgusto.
—Dijiste que tenía que mantenerte despierta.
—Si puede ser sin intentar matarme, lo apreciaría.
Sus ojos se movieron sobre mi cuerpo, que estaba cada vez más rodeado de agua, y asintió con la cabeza.
Unos pasos resonaron en mi habitación y abrí los ojos con miedo. Mierda, mierda, mierda.
—No puedes dejar que nadie me vea, Giovanni. Nadie.
Mi primo intentó levantarse para ahuyentar al intruso, pero fue demasiado tarde.
En el marco de la puerta había un hombre vestido elegantemente. Las mangas de su camisa estaban remangadas y tenía los brazos cruzados sobre el pecho, observando con recelo cómo el agua de la bañera se tornaba cada vez más roja por culpa de mi sangre.
Caminó hacia mí, se arrodilló y levantó mi barbilla, estudiando mi cara con atención.
—Trae todas las vendas que encuentres, antiséptico, el botiquín de sutura y analgésicos.
Giovanni prácticamente saltó por la puerta en busca de los materiales mientras el extraño tomaba mi pierna y levantaba mi rodilla a la superficie.
—¿Cuál es tu nombre?
Miré su cara, observando la cicatriz que tenía en la frente, justo antes de la línea del pelo. Tenía el pelo castaño, casi negro, pero sus ojos eran azules como dos glaciares, contrastando con todo lo demás.
—Gianna.
—¿Gianna qué más?
Me tomó un segundo recordar mi nombre y eso pareció alertar al hombre, porque acercó su cara a la mía, mirando mis ojos con determinación.
Era unos años mayor que yo, quizá cinco o seis.
—Gianna Lombardi —el cuello me escoció por el esfuerzo y el extraño afirmó con la cabeza y alejó su mano de mi barbilla.
—Mi nombre es Roman Mikaelov.
A partir de esa noche, Roman estuvo arreglándome varias veces, curando lo que no rompió, suturando heridas de cuchillo y manteniéndome despierta cuando me golpeaba la cabeza.
No fueron muchas veces, quizás cuatro o cinco, pero saber que si me rompían, quizá él iba a venir a arreglarme hacía que dejara de defenderme. Así fue como empezó mi ruina.
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ATARAXIA (Editando)
RomanceEn un mundo donde la traición se paga con sangre y los secretos son la moneda más valiosa, Gianna Lombardi ha aprendido a sobrevivir jugando con las reglas de la mafia... y rompiéndolas cuando es necesario. Pero cuando su pasado regresa para desafia...