En un mundo donde la traición se paga con sangre y los secretos son la moneda más valiosa, Gianna Lombardi ha aprendido a sobrevivir jugando con las reglas de la mafia... y rompiéndolas cuando es necesario. Pero cuando su pasado regresa para desafia...
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La brasa del cigarrillo brilló intensamente mientras tomaba una calada profunda, dejando que el humo se deslizara lentamente entre mis labios. El aire estaba pesado, denso, como si todo lo que había ocurrido estuviera pesando sobre el ambiente. Mi mirada se posó en las cenizas que se acumulaban en el suelo, formando un manto irregular. El gris de las cenizas se mezclaba con el piso, pero su color seguía siendo inconfundible.
A mi derecha, Everett soltó un silbido bajo, casi burlón. Levanté los ojos hacia él, encontrándolo parado allí, con esa sonrisa que siempre mostraba cuando quería molestarme. Mi hermano menor tenía un talento especial para arruinar los momentos más inoportunos, como si fuera un experto en exasperar a los demás, un dolor de cabeza ambulante.
—No sabía que la Viuda Roja también era pirómana —comentó con tono burlón, como si se estuviera divirtiendo con el desastre frente a nosotros.
Rodé los ojos. ¿De verdad tenía que ser él quien abriera la boca en esos momentos? A veces me preguntaba si realmente sabía lo que decía o si lo hacía solo para molestar.
—No lo es —respondí, con frialdad, dejando que mi voz saliera con la misma indiferencia que el humo que aún salía de mis labios—. Esto es solo parte de su estúpida venganza de niña pequeña.
Ese comportamiento, esa necesidad constante de desquiciar, era justamente la razón por la que ella seguía atrapada en una celda de máxima seguridad en la sede secreta del FBI en Nueva York. Nos había tomado horas rastrear su ubicación y, como siempre, Dante había decidido que yo debía encargarme del "rescate". Claro, según él, yo tenía tiempo libre de sobra.
Pero la realidad era otra. Mi semana había sido un desastre absoluto. Entre los interminables trabajos, las búsquedas en cada maldita propiedad de la víbora Lombardi y el cuidado de su excéntrica mascota, apenas me quedaba tiempo para maldecir en silencio. Sin embargo, ahí estaba yo, de pie en medio de las ruinas de un plan que ya se había demostrado desastroso, preguntándome por qué seguía obedeciendo las órdenes de Dante.
El sol brillaba con fuerza, y el reflejo sobre el lago frente a nosotros destellaba. Pero ni siquiera eso me permitía disfrutar del paisaje. No con la destrucción de mi vida personal a la vista. Mi casa, la que le había regalado a Gianna cuando cumplió dieciocho años, estaba reducida a escombros.
—No dudo que algún día me transforme en hijo único, gracias a ella —comentó Everett, sin el menor rastro de seriedad.
Giré levemente la cabeza hacia él, encontrándolo levantando las manos en señal de rendición.—Era una broma, hombre, no te enfades.
Ignoré sus disculpas falsas, que nunca llegaban a sonar sinceras, y volví a fijar mi vista en la propiedad calcinada. El dolor de verla quemada era palpable, pero lo que realmente me molestaba era que, en el fondo, no me sorprendía que Gianna hubiera hecho algo así. Ella nunca había sido de las que se quedaban quietas. Pero esa sensación de traición, de que todo lo que había hecho por ella se había ido al infierno, no se desvanecía.
—He escuchado que su boda es dentro de un mes —dijo Everett, como quien lanza una bomba de casualidad.
Lo miré con una ceja levantada, sabiendo que cualquier tipo de reacción podría empeorar las cosas.
—Deja de fisgonear en la Cosa Nostra, Everett —respondí, advirtiéndole—. Si Gianna se entera de que has estado metiéndote en sus asuntos, te va a matar.
Everett soltó una risa baja, sin dejar de mirarme con esa sonrisa cómplice que solía ponerme de los nervios.
—Un poco hipócrita que digas eso, considerando que tú mismo juegas a tres bandos, hermanito.
Mi mirada se endureció. No podía negar lo que decía, pero de alguna manera me resultaba más fácil hacer el trabajo sucio cuando yo lo controlaba todo, cuando tenía las cartas bien jugadas. Everett nunca había entendido eso.
—No mezclo mis trabajos.
—Pero aún así has usado tu trabajo en el FBI para encontrar a la princesa de la Cosa Nostra. Y ahora estás aquí, hablando sobre ellos con tu Pakhan.
Sentí que la esquina de mis labios se curvaba en una sonrisa irónica. Me giré hacia mi hermano, con una mano en el bolsillo, mientras en la otra aún sostenía el cigarro.
—¿Tengo que recordarte cómo llegaste a tu posición, hermanito? —Acentué la última palabra con burla, haciendo que sus hombros se tensaran.
—Que te jodan, Roman.
Me dio la espalda, a punto de alejarse, pero el recuerdo de la información que me habían dado meses atrás apareció en mi mente, y no pude evitar abrir la boca.
—No te vuelvas a acercar a Alessia Vanetto, Everett.
Se detuvo de golpe y se giró para mirarme. Sus hombros seguían tensos, y aunque su rostro parecía impasible, conocía a mi hermano. Los bordes de sus labios se curvaban hacia abajo, y su puño derecho se cerraba y abría sin cesar, un tic estúpido que había aprendido de Gianna cuando aún se veían con regularidad.
—No hables sobre ella —dijo, su tono cargado de una amenaza velada.
Su posesividad hacia Alessia me divertía, y una pequeña burbuja de satisfacción surgió en mi interior.
—Alessia es la protegida de Gianna. Su padre es Don de la Cosa Nostra. ¿Qué crees que pasará cuando se enteren de que la estás vigilando de cerca?
—¿Me estás amenazando, Roman?
Esta vez sonreí de verdad. Lo estaba haciendo.
—En absoluto.
Everett se dio la vuelta sin decir nada más, dejándome solo frente al lago.