En un mundo donde la traición se paga con sangre y los secretos son la moneda más valiosa, Gianna Lombardi ha aprendido a sobrevivir jugando con las reglas de la mafia... y rompiéndolas cuando es necesario. Pero cuando su pasado regresa para desafia...
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Parpadeé lentamente, en un intento inútil de disipar la rabia que comenzaba a nublar mi visión. Sentía la cabeza latir con un dolor punzante que reverberaba con cada latido, mientras mis manos temblaban ligeramente, casi fuera de control.
Roman Mikaelov había tenido el descaro de marcharse con la novia de mi primo. Y lo había hecho en mi casa.
Con gesto pausado, cerré la tapa de la caja de mi nueva mascota, agradeciendo en mi mente a Gianluca por su regalo. El reptil, negro como el ébano, se movía con lentitud, su piel brillante reflejando destellos multicolores bajo la luz. Pero lo que realmente me había fascinado eran sus ojos: dos perlas negras y profundas, llenas de una maldad inquietante, como si fueran espejos que reflejaran algo oscuro.
No sabía exactamente qué especie de serpiente había estado enroscada en mi torso durante toda la noche, algo que comenzaba a irritarme profundamente. Me frustraba el hecho de no tener control sobre esa información. Iba a esperar a que la tormenta en mi mente se calmara, y luego me dedicaría a investigarlo con detalle.
Mis músculos seguían tensos, rígidos tras tantas horas forzándolos sobre tacones altos, y haber tenido que lidiar con Marco solo había intensificado la incomodidad. Sentí el peso del cansancio arrastrándose por mis extremidades. Forcé un bostezo mientras estiraba los brazos por encima de mi cabeza, provocando que el vestido blanco subiera hasta la mitad de mi trasero. Lo empujé nuevamente hacia abajo, acomodándolo en su lugar, y me giré sobre mis talones en un movimiento calculado.
No estaba ansiosa. No sentía rabia. No iba a ir.
Sin embargo, un dolor agudo pulsó detrás de mi ojo derecho, irradiando una ola de malestar que se extendió hasta mi sien. Froté con fuerza la zona adolorida, en un esfuerzo por relajar los músculos tensos, pero el alivio no llegó.
La puerta se abrió detrás de mí con un ligero chirrido, pero ignoré al intruso. Continué masajeando mi sien, intentando enfocar mi atención en el dolor y no en la irritante presencia a mis espaldas.
—Tu jodido agente federal se ha ido con mi novia —la voz de Giovanni rompió el silencio, su tono molesto subrayando los pronombres posesivos de una manera casi patética. Por poco solté una risa sin humor.
La situación era casi surrealista. ¿De verdad Giovanni pensaba que no sabía cada mínimo detalle de lo que había sucedido esta noche?
—¿Y por qué debería importarme? —respondí con desgana, sin demostrar mi verdadera molestia.
Decidí que necesitaba mantener mis manos ocupadas así que caminé hacia la cómoda, abriendo el primer cajón de forma brusca.
Giovanni bufó con impaciencia, evidenciando que, por más que intentara proyectar una imagen de hombre maduro, seguía siendo un niño encaprichado con sus videojuegos
Mis dedos recorrieron suavemente las hojas de los quince cuchillos con mangos negros. Un regalo de Dante, probablemente en uno de esos momentos en que olvidaba su aversión por mi existencia. Cada uno estaba perfectamente alineado sobre una base roja, como si fueran joyas preciosas en exhibición.
Tomé uno de ellos por la hoja, disfrutando de la familiar sensación del acero frío en mi piel. Lo levanté, evaluando su peso. Todavía estaba impecablemente equilibrado, igual que el primer día que lo sostuve.
—¿No piensas hacer nada? —preguntó Giovanni, con la voz cargada de frustración y una clara expectativa de que yo, de alguna manera, interviniera en su pequeño drama.
Me giré de repente y, con un movimiento fluido, lancé el cuchillo. La hoja se hundió con precisión en la pared justo detrás de él. El impacto resonó en la habitación.
Tiempo atrás, había cubierto esa sección de la pared con un gran bloque de espuma dura, del mismo color oscuro que la pintura, para momentos como este. Momentos que empezaban a ser cada vez más frecuentes.
—Gianna, ese cuchillo deberías lanzárselo a Roman —comentó Giovanni con una sonrisa nerviosa, como si intentara suavizar la tensión. Sus palabras me arrancaron una sonrisa fría, irónica.
Era curioso. Giovanni, quien no hacía mucho había estrechado la mano de Mikaelov, disculpándose por mis amenazas, ahora me pedía que cumpliera con ellas. Los hombres y sus contradicciones, nunca dejaban de sorprenderme.
Tomé otro cuchillo, rozando el filo con el dedo índice para comprobarlo. Giovanni se removió incómodo, con el nerviosismo evidente en su postura, lo que hizo que mi sonrisa se intensificara.
—Nada que tenga que ver con Roman Mikaelov me concierne.
Aunque en realidad, sí lo hacía. Su vida terminaría cuando Dante me diera luz verde para hacerlo, algo que esperaba con ansias
—Te doy cincuenta mil si los separas —ofreció Giovanni, su tono más desesperado.
Dejé el cuchillo en su sitio y cerré el cajón de golpe, provocando que Giovanni diera un pequeño salto.
—Cien mil. Y un favor —dije con calma, sin siquiera girarme hacia él.
—Gianna…
—Sabes que mis servicios no son baratos, Giovanni. No voy a moverme solo por dinero que ya tengo.
Nos miramos en silencio, una batalla invisible. Sabía que ganaría. Giovanni no tenía la fuerza ni la convicción para resistirse. Finalmente, como esperaba, sus hombros cayeron y asintió con resignación.
—Está bien. Que así sea.
Me dirigí a la cama, donde había dejado mi pistola al entrar. La tomé, deslizándola entre mis dedos, y quité el seguro con un movimiento fluido.
—Sin muertes —ordenó Giovanni, apartándose del marco de la puerta para dejarme pasar.
Lo ignoré por completo. Al salir al pasillo, noté con satisfacción que la fiesta se había disuelto por completo. Solo quedaban Dante y Gianluca, charlando en una esquina.
—No lo mates, primita —gritó Gianluca desde el otro extremo del pasillo, lo que hizo que el dolor en mi cabeza se intensificara.
Le lancé una mirada de reproche y una peineta sin dignarme a contestar.
Caminé por el pasillo con pasos sigilosos, calculando cada pisada para que los tacones no hicieran ruido. Me detuve frente a la tercera puerta, la misma en la que Roman Mikaelov y su rubia se habían escondido no hacía mucho.
Que empiece la verdadera fiesta.
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