En un mundo donde la traición se paga con sangre y los secretos son la moneda más valiosa, Gianna Lombardi ha aprendido a sobrevivir jugando con las reglas de la mafia... y rompiéndolas cuando es necesario. Pero cuando su pasado regresa para desafia...
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El frío de la sala de interrogatorios no me molestó. Me había acostumbrado a temperaturas más heladas, a la brutalidad de las decisiones, al crujir del hielo bajo mis pies. Allí, en esa pequeña habitación, el agente Barnes no podía ver lo que era evidente para mí: estaba jugando en mi terreno, y no tenía idea de que ya había perdido.
Llevaba una semana encerrada mientras ellos intentaban encontrar pruebas para desmantelar a Dante. Cada pista que seguían terminaba en un callejón sin salida; cada nombre que investigaban era un error. Se chocaban con paredes invisibles, y yo me limitaba a observar.
Me senté con la espalda recta, las manos entrelazadas sobre la mesa. Las luces frías iluminaban la habitación con una intensidad impersonal, y el aire, cargado de tensión, olía a metal. Ese lugar parecía estar esperando a que alguien se rompiera. Pero no iba a ser yo. Nunca lo era.
El agente Barnes estaba frente a mí, jugando el mismo juego de siempre. Rondaba los cuarenta, con más canas de las que seguramente admitiría. Ajustó su silla y apartó el cabello de su frente con un movimiento mecánico, como quien se prepara para un combate largo. Sabía que se enfrentaba a algo difícil, pero no entendía que la pelea ya estaba perdida.
—Gianna Lombardi —dijo, leyendo con voz grave un expediente que no aportaba nada nuevo—. La hija de Salvatore Lombardi. La misma que, según todos los informes, ha ascendido a la cabeza de la familia en tiempo récord. La que, dicen, tiene la ciudad en la palma de su mano.
Sentí una sonrisa tironear de mis labios, aunque no respondí. No tenía nada en mis manos y tampoco era la cabeza de ninguna familia. Mi apellido pesaba más de lo que Barnes podría imaginar, pero no era eso lo que me había llevado hasta allí. Lo que me mantenía en esa sala era su arrogancia: la creencia de que podía doblegarme con palabras vacías.
Sus ojos me estudiaban, buscaban fisuras en mi fachada de hielo, alguna grieta en la historia que no encajaba. Sabía que yo era una anomalía: una mujer joven en un mundo de hombres. Los rumores sobre mí habían corrido como fuego por las calles, pero nunca habían llegado a la verdad. Y esa era mi mayor fortaleza. Nadie sabía nada. Nadie sabía quién era realmente.
—¿Cómo lo has hecho, Gianna? —insistió, intentando sonar paciente—. ¿Cómo es posible que, con tu... juventud, hayas logrado tomar el control de esta ciudad? ¿De la familia Lombardi?
Incliné la cabeza apenas, dejando que la pregunta se deslizara entre nosotros como algo trivial. Durante días no había dicho una palabra, pero la monotonía empezaba a aburrirme. Tal vez era hora de divertirme un poco.
—¿Eso es lo que quieres saber, Barnes? —lo miré fijamente, permitiendo que mis palabras cayeran pesadas, como una sentencia—. ¿Cómo lo he hecho? ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Quieres que te explique cómo funciona este juego? O, mejor aún, ¿quieres que te diga cómo ya has perdido?
El leve parpadeo en sus ojos fue suficiente para saber que estaba tenso. La información que tenía sobre mí no le servía de nada. En su mundo de reglas y moralidad, yo era un enigma. Un rompecabezas sin solución.
—Soy lo que soy porque entendí algo que tú, Barnes, nunca entenderás —dije, con una calma que parecía congelar el aire entre nosotros—. Este negocio no es sobre ser el más fuerte, el más inteligente o el más despiadado. Es sobre paciencia. Saber cuándo atacar, cuándo retirarse, cuándo ofrecer una mano y cuándo apretar el gatillo. No es nada personal.
Barnes se inclinó hacia adelante, buscando en mi rostro alguna señal de debilidad. Lo dejé hacer. Sabía lo que quería: un error. Algo que pudiera usar en mi contra. Pero no iba a dárselo.
—¿Y la lealtad, Gianna? ¿Qué me dices de eso? ¿De la familia? Porque, hasta donde yo sé, la familia Lombardi no es precisamente conocida por su sentido de... unidad.
Mis labios se curvaron en una sonrisa breve, casi burlona. Me incliné hacia él, disfrutando del momento.
Los Lombardi podíamos odiarnos con fuerza, pero nuestra lealtad era inquebrantable.
—La lealtad —repetí, saboreando la palabra—. La lealtad se gana, Barnes, no se exige. Y, para que quede claro, lo que no entiendes es que en mi mundo, la lealtad no es ciega. No estamos aquí para servir a un hombre. Cada uno es su propio jefe, su propio imperio. El resto es solo ruido.
La tensión en la sala era palpable. Su mirada evaluaba cada palabra, pero yo sabía que estaba perdiendo. Mi mente era un campo de batalla, y las reglas las ponía yo.
—Tienes las manos manchadas de sangre —dijo, con una mezcla de desprecio y desafío—. ¿Cuántos hombres has hecho desaparecer para llegar hasta aquí? ¿Cuántos has pisoteado para ser la reina de esta ciudad?
Dejé que la pregunta flotara un instante.
—¿Manchadas de sangre? —repetí, permitiendo que una nota de burla se colara en mi voz—. ¿Y tú, Barnes? ¿Crees que tu trabajo no te ensucia las manos? La diferencia entre tú y yo es que yo acepto lo que soy. Ustedes están tan atrapados en sus reglas, en su moralidad de oficina, que ni siquiera se dan cuenta de que la guerra se gana con las manos sucias.
El silencio se espesó. Mi rostro seguía inmóvil, un lienzo en blanco. Barnes buscaba algo que sabía que no iba a encontrar.
—Y sobre la familia... —añadí, como si hubiera olvidado responder—. La familia está donde yo decido que esté. Esa es la diferencia entre tú y yo. Tú tienes reglas. Yo tengo poder.
Barnes me miró con ojos cansados. Sabía que no podía ganar esa conversación. Sus preguntas ya no tenían respuestas.
La puerta se abrió de golpe, rompiendo el tenso equilibrio de la sala. Barnes se levantó con una expresión rígida.
—Esto no termina aquí, Gianna. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé —respondí, sin moverme de mi silla—. Pero la próxima vez será diferente.
Cuando la puerta se cerró tras él, me quedé en silencio. Allí, en esa sala, yo tenía el control. Barnes acababa de aprender algo que muchos antes que él ya sabían: los juegos con Gianna Lombardi nunca terminan como esperan.
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