Recuerdo con precisión
el momento en que el sol murió.
Fue en una noche oscura.
El sol, agotado por su incesante
y absurdo recorrido,
se despidió con una serenidad inquietante
y se desangró en la piel del cielo.
Cuando mi cabeza se recostó en la almohada,
en esa noche en la que el sol se rindió,
deseé no despertar,
y una vez más, el ciclo terminó para siempre.