Cuando la vida te arde por dentro,
no es un fuego de esos que puedes nombrar.
Es algo que se arrastra por los huesos,
se trepa en las costillas,
y de repente estás ardiendo,
sin saber cómo
ni cuándo empezó.
Y te quedas, quieta,
mirando cómo todo a tu alrededor sigue,
como si no te estuvieras deshaciendo,
como si la piel no se te volviera ceniza.
Porque es un incendio extraño,
no grita, no pide auxilio.
Sólo quema,
como si hubiera sido siempre así.
Y no hay manos,
ni piel,
ni ojos que te miren,
que puedan tocar ese incendio
que llevas tan callada.
Y entonces, te das cuenta,
que el fuego no busca consumirte.
No.
Te deja justo ahí, en el frío.
Solo ardes.
En la noche,
en el día,
pero nunca del todo,
como si el fuego supiera algo
que tú no sabes.