Una Simple Pesadilla

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Me levanté de la cama con una mezcla de inquietud y nostalgia. La familiaridad del entorno me golpeó con fuerza, dejándome en un estado de confusión profunda. A cada paso que daba, la certeza de que estaba en la casa de mis abuelos en Tokyo se hacía más clara. No entendía cómo era posible, pero todo a mi alrededor lo confirmaba.

Los recuerdos de mi infancia comenzaron a inundar mi mente. El pasillo largo y estrecho que conducía a la sala, los cuadros viejos en las paredes que mi abuela insistía en mantener, el olor a madera que impregnaba todo el lugar… todo seguía igual. Parecía que el tiempo no había pasado, como si cada rincón de la casa hubiera sido congelado en el tiempo.

Me detuve frente a una estantería donde aún estaban algunos de los juguetes con los que solía jugar de niño. Tomé un pequeño carrito de metal, su pintura un poco desgastada por el uso, y lo sostuve en mis manos. La textura fría del metal era un recordatorio tangible de una infancia que, aunque solitaria, fue mi realidad. Crecí en esta casa rodeado de objetos que me hacían compañía cuando no había nadie más.

Mis abuelos, aunque amorosos, eran personas de pocas palabras. Aprendí a entretenerme solo, a llenar el silencio con mis propios pensamientos. En cierto modo, esos juguetes eran mis únicos amigos.

Suspiré y dejé el carrito en su lugar. Seguí caminando, pasando por la sala de estar. Allí estaba el pequeño sillón individual donde mi abuelo solía sentarse a ver la televisión. Aún podía imaginarlo, con su expresión tranquila, su mirada fija en la pantalla, como si nada más en el mundo importara. En la esquina opuesta, la vieja máquina de coser de mi abuela seguía en pie, como un monumento a los días que pasaba creando ropa para la familia. Cada puntada que hacía parecía contener un trozo de su amor, de su dedicación.

Decidí dirigirme hacia la habitación de mis abuelos. Al entrar, sentí una oleada de emociones que casi me abrumó. Todo estaba tal como lo recordaba: la cama bien hecha, la colcha de lana que mi abuela tejió a mano, el armario de madera oscura que mi abuelo cuidaba con esmero. Y en la mesita de noche, la fotografía de mis padres, siempre presente, como un recordatorio constante de su ausencia. Desde que tengo memoria, mi abuela conservaba esa fotografía, como si fuera su mayor tesoro.

Me quedé un momento frente a la cama, dejando que los recuerdos me envolvieran. Extrañaba a mis padres, a mis abuelos… extrañaba una vida que parecía tan lejana y a la vez tan cercana en este instante. ¿Cómo había terminado aquí? ¿Por qué estaba reviviendo todo esto?

Después de un rato, salí de la habitación y me dirigí a la sala de estar. El silencio era profundo, casi sofocante, hasta que algo captó mi atención. En la puerta de entrada de la casa, una figura negra se perfilaba en la penumbra. Me detuve en seco, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda. La figura era alta, su contorno apenas visible, pero emanaba una presencia inquietante.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza mientras intentaba encontrar palabras.

—¿Quién eres? —pregunté en voz baja, con la esperanza de que mi voz no temblara.

La figura permaneció en silencio, inmóvil. El aire se volvió más denso, y el tiempo parecía estirarse en el incómodo silencio. Tragué saliva, intentando calmarme, pero la tensión en mi pecho solo aumentaba. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando la figura finalmente habló.

—Te estaba esperando, Lee —dijo con una voz profunda que me congeló la sangre.

La familiaridad de esa voz me golpeó como un puñetazo en el estómago. No era posible, pero… la conocía. Una mezcla de terror y desconcierto me invadió. ¿Cómo era posible? ¿Quién o qué estaba frente a mí?

Mis piernas se sentían pesadas, y apenas podía moverme. Solo podía mirar fijamente a la figura en la puerta, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo. El miedo se mezclaba con la tristeza, con la confusión. La sensación de estar atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar era abrumadora.

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