Pasaron los días y llegó ese momento del mes que toda mujer enfrenta con resignación. Laura se sentía mal, su cuerpo le pesaba y la incomodidad era evidente. Decidió ir a la oficina del profesor Santiago, con quien había desarrollado una confianza cercana en las últimas semanas. Al entrar, sin embargo, se percató de la presencia de una mujer sentada en una esquina, alguien que no había visto antes.
A pesar de la extraña situación, Laura siguió adelante, segura de la confianza que había ganado con el profesor. Se sentó en la silla frente al escritorio de Santiago y, sin preámbulos, exclamó:
-Me siento mal, dame una pastilla.La mujer en la esquina, sorprendida por la actitud de la joven, intervino:
-No te ves tan mal como para necesitar una pastilla.
Laura, ya irritada por el dolor y el malestar, giró bruscamente hacia la mujer y le respondió:
-¿Acaso usted lo está sintiendo? ¿O es que tengo que estarme muriendo para que me den atención médica?
La tensión en la habitación se podía cortar con un cuchillo. La mujer, visiblemente incómoda por la respuesta de Laura, se levantó y salió de la oficina sin decir una palabra más. Santiago, que había observado toda la escena, suspiró y dijo con calma:-Voy a dirección a ver si encuentro alguna pastilla para los cólicos.
Con eso, salió de la oficina, dejando a Laura sola con su mal humor y su dolor. Pasaron unos minutos y Santiago regresó, pastilla en mano, pero no venía solo. En el pasillo, se había encontrado con la misma mujer y ambos se quedaron conversando un momento. Laura, que había estado distraída con su teléfono, no pudo evitar sentirse aún más irritada cuando vio que tardaba en regresar.
Finalmente, Santiago entró en la oficina y, en un tono más serio de lo habitual, le dijo:
-No tienes por qué comportarte así, y menos aún contestarle de esa manera a los demás profesores. Deja de ser una niña berrinchuda.
Laura se quedó pasmada, su rostro se tensó. No estaba acostumbrada a que él le hablara de esa manera, con tanta severidad. Se levantó rápidamente, enfurecida:
-No tienes por qué gritarme. Ni siquiera mi padre me grita así como para que te lo permita a ti. Y si no quieres que conteste de esa forma, entonces asegúrate de que no me interrumpan cuando estoy hablando contigo.
Sin esperar una respuesta, Laura salió de la oficina, su corazón latiendo con fuerza, el enojo pulsando en sus venas. Se dirigió a su salón, intentando calmarse, pero la confrontación seguía rondando en su mente.
Horas más tarde, ya más tranquila y consciente de su arrebato, Laura decidió regresar a la oficina del profesor. Necesitaba aclarar las cosas. Al entrar, Santiago la miró con curiosidad, no esperando verla de nuevo tan pronto.-Quiero disculparme -empezó Laura, con la voz más serena-. Me sentía muy mal y no eran los modos para pedir un medicamento. Sé que me excedí, y lo lamento.
Hizo una pausa, observando la reacción de Santiago, quien la escuchaba en silencio.-Pero también quiero decirte algo más -continuó-. No sé quién era esa mujer ni me interesa, pero ten cuidado porque cambias mucho cuando estás con ella. Yo no voy a permitir que me trates mal solo para quedar bien con ella.
Santiago la miró, sorprendido por la claridad y firmeza en las palabras de Laura. Después de un momento de reflexión, asintió.
-Sí, sé que cambio con ella admitió, bajando la mirada-. Discúlpame. Trataré de no hacerlo cuando estés tú presente.
Laura sintió que, por primera vez, había establecido un límite claro. A pesar de la incomodidad del momento, se sintió más segura de sí misma, sabiendo que había sido honesta y directa. Salió de la oficina con la sensación de que, aunque el día había comenzado difícil, había terminado con una valiosa lección de autoafirmación