Capítulo 2

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Miro por la ventana tras levantarme cuando deduzco que ya son altas horas de la mañana, y estoy en el sofá del salón tumbada.

Mierda, me quedé dormida aquí.

Me equivoco; tan solo son las nueve. Me levanto como si no tuviera nada que perder. Al mirar a mis espaldas, veo a mi madre con un café en la mano y un libro ante sí, como cada día.

-Buenos días, mamá - saludo -. ¿Qué libro estás leyendo hoy?

Me contesta pero, distraída mientras saco una botella de agua de la nevera, tan solo me quedo con el apellido de Ruiz Zafón. Qué gran escritor.

Subo a mi habitación a cambiarme de ropa. No han pasado más de cinco minutos cuando bajo de nuevo con unas mallas ciclistas y un top deportivo como parte de arriba.

-¿Dónde está la bolsa con los patines? - Busco por todos lados con prisa. - Aquí. - Los encuentro antes de que mi madre pueda decir nada. - Vendré para comer.

-¿Te vas sin antes desayunar?

-El agua sí cuenta como desayuno, mamá.

-No has comido nada sólido...

Pero antes de que pueda volverme a recriminar algo, ya he cogido las llaves de casa y me he dispuesto a salir con la bolsa de deporte al hombro.

Hoy es un día soleado, pero no hace demasiado calor. Es una de esas mañanas de junio que no se olvidan. La brisa me golpea con fuerza el rostro. Tengo suerte de que las trenzas boxeadoras de ayer todavía me sirvan. De lo contrario, el pelo me hubiese tapado la vista con el ligero viento con el que ha amanecido el día.

Arrastrando un pie tras otro me siento libre. El aire me hace olvidar el estrés del trabajo. Había perdido la cuenta de cuándo fue la última vez que pude poner la mente en blanco y respirar con claridad. Porque algo tan simple como coger oxígeno y expulsarlo con tranquilidad, se vuelve complicado cuando una presión en el pecho te cubre y no te permite vivir con la conciencia relajada. Es parecido a existir día tras día con el cargo de culpabilidad de algo que, pensado e ingerido, caes en la cuenta de que no existe. Se siente como una preocupación constante de que algo malo va a ocurrir, y todo tu cuerpo se siente alerta porque sabe que algo negativo va a pasar, pero no se hace a la idea de cómo o qué puede llegar a ser, y las noches se vuelven más largas y cansadas.

Mi mirada se mantiene firme a un punto fijo, pero en ninguno en concreto. Una vez, cuando estaba aprendiendo a patinar, mi madre me dijo que la barbilla bien alta es sinónimo de triunfar. Más tarde, emplee ese mismo consejo para la vida también.

Le hice caso, y así sucedió: las caídas se volvieron más ausentes, y cuando estas ocurrían, eran menos fuertes. Ya me las esperaba, y cuando sucedían, sabía poner las manos a tiempo contra el suelo para que no causaran un fuerte impacto en mis rodillas, que durante semanas no dejaron de sangrar. Con las heridas de la vida pasa algo parecido. Escuecen pero, poco a poco, la mayoría aprenden solas a sanar.

Al fin y al cabo; cuando te decepcionan una primera vez, duele como si te lo hubieran arrebatado todo de golpe. Pero cuando aparece una segunda vez, otra tercera, ... ya sabes cómo actuar.

A mi izquierda hay un grupo de niños jugando al fútbol. Dos chicos corren detrás de otro que, concentrado, le pega una patada al balón pasándoselo a quien debe ser su hermana; tienen la misma cara. También paso por un banco a mi derecha ocupado por un matrimonio de jubilados que, felizmente, me admiran como si echasen de menos la juventud. Y yo, que simplemente me limito a cruzar por el carril de bicicletas teniendo alrededor un césped más verde que nunca, sonrío dentro de mí. Porque una y otra vez, reitero mi pensamiento de que no hay nada mejor que sentirse libre.

"El bosque de los corazones rotos"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora