Té de limón

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Sam veía mucha televisión cuando era pequeño.

Se sabía los diálogos de todas sus series y películas favoritas, incluso los de los infomerciales. Cuando se aburría en el colegio, solo tenía que repetirlos para sentir que estaba de nuevo presenciando las escenas antes sus brillantes ojos.

Mucha gente dice que no es bueno viciar a los pequeños a la tecnología a tan temprana edad, pero es que Sam creció prácticamente sólo en casa, criado por esos míticos largometrajes y demás.

No lo veía como algo malo: a sus cuatro años y con tanta información recolectada, su imaginación era imparable. Tenía tantas cosas asombrosas en la cabeza y le encantaba imaginarse capaz de absolutamente todo.

Sam dibujaba, cantaba, tocaba instrumentos, bailaba, patinaba, grababa videos, tomaba fotografías bonitas del mundo, interpretaba sus diálogos favoritos, hacía gimnasia, era detective, bombero, mecánico, diseñador de modas e incluso sirena. Tenía cientos de historias para contar, producto de todo lo aprendido desde la taza del baño, donde se sentaba a ver la televisión que su padre le instaló incluso si no necesitaba hacer sus cosas ahí.

Eran historias que nadie quería escuchar: ni sus compañeros, ni su familia, ni los profesores. Sam no tenía a nadie.

Debido a aquello, a que no se relacionaba con más personas y a que siempre parecía demasiado inmerso en su propio mundo, los profesores les dijeron a sus padres que probablemente pertenecía al espectro autista.

Sus padres se enfadaron mucho con él por eso: por ser un "niño defectuoso".

Sam comenzó a sentirse muy triste entonces, a sus cortos cinco años, siendo rechazado por todo aquel que estaba cerca, incluso sus ocupados padres.

Era muy pequeño, sí, y se sentía demasiado sólo.

Normalmente se quedaba despierto hasta muy tarde. No tenía hora de dormir, a sus padres no les preocupaba demasiado. Ellos querían que fuera un niño normal y decían hacer lo necesario, pero sólo se aseguraban de que tuviera comida y algo de beber. Lo trataban como a un perro.

Mientras Sam no se quejara, todo estaba bien.

Una noche se quedó despierto hasta que terminaron todas las películas de su canal favorito. Estaba sentado en el suelo, a los pies de la cama, cuando inició el noticiero.

No sabía lo que era eso, no comprendía del todo, pero siempre lo vio desde entonces porque parecía interesante. Era un señor de traje contando historias, como un cuentacuentos que además tenía una pantalla detrás en la que aparecían imágenes que tampoco entendía.

Un día apareció Sora.

Las palabras que utilizaron para describirlo, sin embargo, a Sam le parecieron dolorosas.

Apuntó algunas de las palabras que no entendía en un pequeño cuaderno con portada de ositos y se fue a dormir.

A la tarde siguiente, volviendo del colegio se desvió a la biblioteca para buscar en los computadores los significados de lo que antes anotó en el cuaderno. Las definiciones no le gustaron.

Poco después, su familia se mudó y tuvo que cambiar de colegio.

La historia de Sam era algo que se repetía en cualquier sitio al que iba: la gente lo miraba mal por ser la persona alegre y enérgica que era. Nadie quería jugar con él, pero a la distancia divisó, en uno de sus recreos, a un chico castaño que lucía mínimamente más grande que él jugando en una jardinera.

Pronto notó que era Lee Sora y quiso ir corriendo a jugar con él.

No sabía el motivo, solo había pensado que quizás se sentían igual de solos los dos. Que podían hacerse compañía porque todos los demás los rechazaban y eso no era lindo.

Damn fucking foodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora