Pastillas y postres

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Sora necesitaba un escape del mundo, de la vida, de sí mismo.

Toda su infancia la vivió bajo el control de su padre. Durante su adolescencia, se encargó de hacer caso a todo lo que mamá quería y después trabajó para mantener compromisos con Sam, quien no le pedía nada, pero lo merecía todo.

Sora no conoce otra cosa además de ceder el poder sobre sí mismo. Está cómodo con eso.

Siente que flota.

Últimamente es todo lo que siente.

Últimamente, desde que Akira lo hace tomar pastillas que ni siquiera entiende para qué son.

— Es para que duela menos — le promete. Tiene razón: ya no duele, pero tampoco existe como tal... Sora no recuerda nada de lo que pasa minutos después de las pastillas: se queda dormido.

Pero está bien, le gusta dormir. Tiene sueños muy extraños y al despertar hay alguien en la ventana, pero todo va perfectamente. De maravilla.

¿Cómo es que Akira terminó de aquella manera? Nunca quiso hacerle daño a nadie, no, pero estaba obsesionado con el control.

Controlarse a sí mismo, sus alimentos, las bebidas alcohólicas, su cuerpo, el trabajo, a las personas... Después de la muerte de su padre decidió que no volvería a ver a nadie de aquella manera: en una lenta agonía con final trágico por su culpa.

— A veces hay que tomar decisiones drásticas para cuidar de las personas que amas — vagamente recuerda que le dijo a Sora hace un tiempo.

Lo está cuidando. Lo alimenta bien, le da de beber, le da amor, lo ayuda a dormir, evita que se haga daño... Todo va de maravilla.

No hay nada malo en cuidar a alguien, Akira está siendo un buen novio.

Akira verdaderamente ama a Sora: no quiere que nadie le haga daño.

Sora no se queja: está feliz con él.

El chico ahora duerme sobre sus piernas, en el sillón del salón. Akira le acaricia el cabello, pensando que quizás es hora de cambiarlo de color. Quizás cortarlo un poco, hacerle rayitos... No lo sabe, debe pensarlo muy bien: sabe que Sora no tendrá opinión al respecto así que podrá hacer lo que quiera.

Akira tiene el control.

Sam se encuentra parado delante de la puerta de una casa gigantesca, a un lado de Bailey Oliver.

Estuvo por toda una semana llamando sin respuesta al celular de Akira y Sora. Ninguno de los dos contestaba y comenzó a entrar en pánico. No sabía qué hacer cuando el teléfono dejó de timbrar, anunciando que finalmente se habían deshecho de los teléfonos móviles.

Su única opción fue buscar a alguien en Bokkie eumsig que le diera la dirección de Akira para ir a ver si todo estaba bien. Ahí conoció a Bailey Oliver, quien se ofreció a ayudarlo también preocupado porque Akira no aparecía.

— Yo tengo una copia de las llaves — recuerda Oliver cuando ya llevan un rato llamando a la puerta y nadie abre. Deja a Sam solo en el porche en lo que va a buscar las llaves a su auto y vuelve de prisa, abriendo la casa que supone responder a todas las preguntas que tienen.

Entran con cuidado, notando todo un alboroto que no llegan a comprender. Akira es un hombre ordenado y Oliver lo sabe: odia cuando las cosas no están en su lugar.

No se han llevado casi nada. Recorriendo los pasillos de la casona, Sam encuentra una habitación de paredes azules y cama desordenada. Las estrellas de Sora están regadas por el suelo, como si hubiesen caído del techo o alguien hubiera roto la bolsa que las contenía.

Damn fucking foodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora