CAPÍTULO IV pte.2 - UNA LÁGRIMA TRAS EL VIAJE: EL VIOLÍN DEL DIABLO

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Como un silente recuerdo del paso del tiempo, la luz de la luna poco a poco comienza a desvanecerse cuando la misma avanza en su incansable paso por el firmamento, pues, como dicen los ancianos, la noche siempre es más oscura antes del amanecer.

Así, en ese tiempo de mayor oscuridad y silencio, el incesante jadeo provocado por el cansancio, es algo que pronto se deja notar sobre la faz de aquel lugar.

Las horas, que como una progresiva carga, se han acumulado con pasos incontables que poco a poco quedan atrás mientras un naciente sentimiento de angustia y desesperación pronto comienzan a apoderarse de la mente de un joven inquieto que no ve fin a la marcha que ha emprendido junto al diablo. Y, es que, tras la desaparición del cuervo en aquel anillo de fuego que fue dibujado en el cielo cuando Abak, Lucifer y el muchacho abrieron su corazón ante los demás; la marcha hacia el pueblo que han divisado desde la otra orilla del lago, les ha adentrado nuevamente en el bosque, desdibujando el contorno de los edificios y sumiéndose en un silencio incómodo que despierta en el joven la extraña sensación de saberse perdido en el bosque junto a un inexpresivo regente del inframundo.

Aquello, que sumado al punzante dolor que ahora siente el muchacho en todo su cuerpo tras largas horas sin descanso alguno, pronto llevan su ánimo a romper con su silencio cuando, tras dejar atrás un pequeño barranco musgoso que yacía a un costado del camino, nota como su alto y barbado compañero mueve la cabeza de un lado a otro, como si buscase con insistencia, y algo de prisa, un rumbo perdido.

Entonces, la voz del joven se deja oír en medio del bosque.

       – Eh... ¿Sucede algo?.– Habla con un dejo de respeto y sin saber realmente como dirigirse al diablo, arqueando un poco su cuerpo mientras estira una y otra vez las piernas.

Pero el hombre parece ignorar aquello y, derribando un árbol de un empujón, camina un par de pasos más antes de detenerse y, quitándose el sombrero, parecer balbucear algo a regañadientes.

       – ¿Estamos perdidos?.– Vuelve a preguntar mientras camina hacia el árbol que su compañero ha derribado y, dejando a un lado su instrumento, se quita los zapatos para frotar sus pies.

Pero, el diablo ni se inmuta.

Así, el joven pasa los próximos minutos observando como el hombre camina un par de pasos en cada dirección que observa y, uno a uno, derriba árboles secos o, si ya se encontraban muertos en el bosque, los levanta sin esfuerzo y los aparta para crear un improvisado claro que parece no satisfacerle.

En la mente del muchacho, que con una limitada paciencia nota como la noche poco a poco se aproxima a su fin, solo ronda la duda generada por no saber a donde se dirigen, pues, el temor por sufrir algún mal en medio de aquel lugar oscuro y misterioso, se ha esfumado hace un tiempo cuando hubo de acostumbrarse a la presencia de aquel a quien, con justa razón, ha de considerar un invencible baluarte para su seguridad.

Con todo, el disgusto y el persistente silencio del diablo, pronto invitan al joven a disponer su ánimo en algún otro asunto y apartarse de su, ahora, inmóvil guía, pues el hombre, tras un rato de balbuceos y un poco disimulable enfado, ha decidido observar el cielo con ambas manos en los bolsillos de su largo abrigo negro.

Entonces, y sabiéndose varado a la mitad de la nada hasta que aquel hombre digne su afán en continuar la marcha, Albert decide recorrer los alrededores con la intención de disipar a ratos los intrusivos pensamientos que no han de dejarle en paz.

Y, es que, sin más consuelo que algunos momentos que el camino hace tan caro vivir, no puede, sino ver, como una triste aparición, una y otra vez el rostro de aquella joven de aspecto amable que vive en su corazón.

Balada del diablo y la muerte: una triste canción de amor (En curso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora