CAPÍTULO IV pte.7 - UNA LÁGRIMA TRAS EL VIAJE: EL VIOLÍN DEL DIABLO

48 8 3
                                    

Con el correr de las horas, lo que hubo de ser mañana cuando llegó a este pueblo y cruzó el umbral de la posada que deja atrás, ahora es el fresco recuerdo de una tarde que poco a poco comienza a morir, pues el sol apenas se asoma por sobre la copa de los árboles más altos que, a lo lejos, cercan el perímetro del pueblo y visten así las faldas de la enorme montaña nevada que sus ojos apreciaron desde el otro lado del lago.

Pero, dispuesto su ánimo para un nuevo viaje, su sorpresa es mayúscula cuando observa como la mujer cruza el pórtico de la posada y, tras atravesar la calle, ingresa en la enorme plaza de enfrente.

Aquel lugar, observado por el muchacho cuando el diablo guio su camino hasta donde hubo de descansar, ahora será la cuna de un ritual que aún no conoce, pero que promete ser la respuesta al dolor que su alma guarda.

Así, cruzando también la calle de adoquines que separa el edificio de aquel lugar ornamentado por árboles, flores y arbustos, no puede evitar sentir un repentino escozor recorriendo su piel, pues dentro de la plaza parece reinar un frío extraño que emana desde la tierra, cual antiguo aliento de un bosque que se niega a morir tras haber sido fundado el pueblo en aquel lugar.

No tan lejos, pero lo suficientemente adelantada debido a sus pasos cortos y rápidos, la mujer poco a poco comienza a perderse entre los estrechos senderos dibujados para bordear jardines y árboles, como si se tratase de una hábil serpiente que busca escabullirse para dejar atrás a su confundido acompañante.

Pero la realidad es otra, pues, tras un par de minutos de lenta caminata de parte del joven, que se distrae a ratos con la bella y misteriosa faz de aquella plaza, un fuerte grito proveniente de la mujer le advierte que debe doblar el paso y no alejarse.

Así, forzando una fugaz carrera por donde el muchacho supone que su extravagante guía hubo de seguir, rodea el enorme tronco de una secuoya que se alza majestuosa en medio de una pequeña laguna que también le rodea, como si aquel escaso cuerpo de agua hubiera de encontrarse allí para resaltar la existencia de aquel enorme y magnífico árbol, pues, llegando del otro lado, el joven advierte que se halla próximo a la estatua que advirtió en la mañana. Poco debe esforzarse para comprender que ha llegado al centro de la plaza.

Con eso en mente, y sin advertir la presencia de Desta, durante unos segundos puede apreciar los bien definidos contornos de las dos figuras que conforman la escena que ha sido esculpida en aquella estatua de piedra, pues cada extremidad, cada cabello y cada pliegue en su piel han sido plasmados con una maestría y destreza que jamás hubo de pensar que existiera, pues ni aun en los templos y palacios que conoció en vida, pudo apreciar tan exquisito cuidado en los detalles.

Pero la sola presencia de aquellas dos grandes figuras, que en su cuidado aspecto han de entrañar una simbólica y potente presencia, pronto eriza cada centímetro de su piel.

Así, y sin advertirlo al verse maravillado por lo que se alza ante sus ojos, un fuerte golpe en la parte posterior de las rodillas le obliga a caer sobre estas y casi postrarse ante la enorme estatua que decora la fuente. Desta, que en silencio se ha posicionado tras él, le ha golpeado para luego situarse a su lado y arrodillarse también.

       – Muestra algo de respeto, muchacho. Tus ojos admiran la imagen de Yahvé y Aseráh en aquel último abrazo que dividió al mundo tras la guerra.

       – Ellos...– Intenta responder el muchacho sin conseguir hablar ante el asombro.

       – Si.– Responde la mujer mientras se levanta.– Pero de ella solo queda el triste recuerdo que ahora ves, pues vive encadenada en el Abyssus y custodiada por el infame Abaddón junto a sus generales. Esa enorme mujer que viste encadenada en la oscuridad, es ella.

Balada del diablo y la muerte: una triste canción de amor (En curso)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora