Como una hermandad

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Narra: Sarah Morgan

El doctor estaba revisando cómo se encontraba mi presión arterial. Lo miré más de cerca; su pelo castaño se desacomodó en su frente y sus manos se movían con delicadeza sobre el aparato. Era un hombre mayor; podía jurar que rondaba los cuarenta.

Jamás había visto a un doctor tan amable. Debo admitir que me sentía bien con su presencia. Hasta ese momento, no tenía ninguna queja en su contra; sin duda, él amaba su trabajo.

—¿Sientes dolor, cielo?— preguntó. —Si sientes dolor, debes decirlo; no tengas pena.

Le dediqué una sonrisa; estaba encantada, era tan paternal. Justo en mis "daddy issues". Cada vez que un hombre me trataba bien, siempre recordaba que no tenía papá y nunca supe quién era. No tenía siquiera la intención de buscarlo, porque si nos abandonó a mi madre y a mí, entonces sus acciones habían demostrado todo. Me parece impresionante cómo las acciones de alguien cambian el curso de la historia. Puedes decir lo que sea, pero si tus acciones no están ligadas a tus palabras, entonces eres un embustero.

—No, estoy bien— dije— a usted no le mentiría. Usted es el doctor.

Reí y levanto la mirada hacia mí, también riéndose. —Me dijeron que sueles mentir muy a menudo— agregó, y ese comentario me hizo abrir la boca con indignación. Sin embargo, cuando lo vi risueño, abandoné ese sentimiento porque entendí que estaba bromeando. —No eres la única que miente para no ir al hospital— agregó. —No puedo negar que yo también he mentido muchas veces.

Lo miré con atención. Después de que acomodó el esfigmomanómetro, sopló la bombita; esta se infló y apretó mi antebrazo. Sentí una leve presión soportable que, así como aprisionó mi piel, también la fue soltando lentamente. Mi respiración se sofocó un poco y sentí los latidos de mi pecho recorrerme el brazo.

—¿Cuándo has mentido?— me mostré curiosa cuando pude ignorar aquel aparato que me estaba afectando.

—Tengo dos hijas— comentó— cuando me enfermo, me dicen que venga al hospital; sin embargo, cuando estoy enfermo es cuando menos quiero estar.

Qué afortunadas pensé. Tener un padre como él, tan cariñoso y amable. Qué suerte tenían aquellas que podían disfrutar la presencia de su padre. Lástima que el destino no quiso que mi padre y yo estuviésemos juntos. ¿Acaso pensaba en mí? No creo; de lo contrario, me hubiera buscado.

—Tal vez es porque no quieren perder a su padre— argumenté— muchas veces me pasa con mi mamá.

—¿No has hablado con ella?— inquirió con curiosidad— ¿tienes madre?

—Sí— afirmé— sin embargo, no he hablado con ella con respecto a mi enfermedad.

Asintió, volvió a bajar la cabeza y me ayudó a quitarme el aparato de los brazos.

—Antes de que te desmayaras, ¿te había pasado con anterioridad?— posó el estetoscopio por debajo de la bata en la zona de mi pecho. Sentí cómo cada parte de mi piel se estremecía al tacto de ese metal tan frío. Sentí un peso tan grande en mi pecho cuando sus manos gentiles tocaron mi hombro. Sentí tanta ternura.

—Sí— afirmé, risueña como una boba, mirándolo— cuando estaba en Oaxaca, solo me sentía cansada y sofocada— expliqué— pero el viernes pasado también me desmayé.

Frunció el ceño.

—Eres de Oaxaca, interesante— sonrió y sus huequitos hicieron acto de presencia en sus mejillas— creí que eras de otro lugar.

—¿Por qué?— inquirí frunciendo el ceño.

—Supongo que es mi percepción— contestó— es un estado muy bonito. Cuando era joven, fui con mis amigos universitarios. Solo fue una vez— comentó— me encantaría volver, pero no he tenido mucho tiempo.

Los Deseos Pecaminosos De Una Mojigata +18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora