Sin darse cuenta, ya es la hora de salida de los residentes, pero a Olaya no le importa. Sube hasta el despacho de Laufeyson, con el corazón acelerado, y cuando ve luz en el interior, suspira aliviada. No quiere dejar pasar más tiempo para disculparse por lo sucedido. Toca la puerta, nerviosa, y escucha su voz, sorprendentemente amable por primera vez.
—Adelante.
Ese tono le da un poco de confianza. Entra con la elegante bolsa de la boutique, sintiendo la mirada de Laufeyson recorriéndola, deteniéndose un segundo en la bolsa de su lugar preferido para vinos.
—Señor... ¿Puedo pasar? —pregunta, con la voz ligeramente temblorosa.
—Sí, claro, cierra la puerta, por favor —responde con cortesía.
Avanza con cautela, un poco dubitativa, mientras intenta encontrar las palabras adecuadas.
—Verá, quería pedirle disculpas por lo sucedido esta mañana. Me he comportado como una auténtica idiota, y he pensado en tener un detalle con usted en señal de arrepentimiento.
Laufeyson respira profundo, deja el bolígrafo que sostiene en las manos, y le pide que se siente en la silla frente a él. Ahora están cara a cara. Ella le entrega la bolsa, sintiendo cómo la tensión llena el aire.
—No creo que se haya comportado como una idiota, diría más bien desconsiderada, pero viendo dónde ha comprado el vino, creo que puedo disculparla.
Saca la botella, observándola con curiosidad. Olaya espera algo más amable de su parte, pero lo que recibe es mejor que un grito o un silencio indiferente.
—¿Nuevo? —pregunta fijando su mirada.
Asiente tratando de mantener la calma.
—Gracias —responde con una simpleza que la desconcierta.
—De nada —suspira aliviada.
—¡Oh, una nota! —dice de repente sacando un pequeño papel de la bolsa.
Olaya se queda perpleja; no recuerda haber escrito nada. Laufeyson se dispone a leer en voz alta, y ella siente un nudo formarse en su estómago.
—“Estimado Señor Laufeyson, espero que el dulce sabor de este tempranillo suavice nuestras discrepancias.”
Laufeyson sonríe ligeramente, sus mejillas toman un leve tono rosado y ella siente que su cara se enciende, intenta no sonrojarse aún más.
—Vaya... es... —comienza él.
—Lo siento, es poco acertada —se apresura a decir, su tono casi suplicante.
Laufeyson la observa en silencio, evaluándola.
—No tienes que disculparte, aunque, si vamos a ser sinceros, sino fuera porque eres brillante, te hubiera despedido en ese mismo momento. Pero sé reconocer los diamantes, y son salvajes, hay que pulirlos, así quedará una joya perfecta.
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