C U P I D O
Nunca me ha importado mucho el destino de los mortales. Al fin y al cabo, son mi trabajo, no mi vida. Mi deber es sencillo: unirlos, hacer que se enamoren. Una flecha por aquí, otra por allá, y de repente dos extraños están jurándose amor eterno. Nada complicado, solo química. A veces el proceso es un poco más arduo, sí. Hay corazones duros de roer, almas cerradas al amor por heridas pasadas o simples cabezas duras. Pero con suficiente insistencia, todos caen.
Todos, menos ella.
Lía.
Recuerdo la primera vez que la vi. Fue en una cafetería, en un pueblo perdido de Austria; Hallstatt. Un lugar modesto, ni particularmente bonito ni feo, lleno de mortales absortos en sus teléfonos y pantallas. No destacaba. Nada en ella lo hacía. Tenía el pelo castaño oscuro, de esos que parecen perder brillo cuando el sol se oculta. Su rostro no era ni particularmente bello ni desagradable, solo... común. Sus ojos, de un marrón apagado, nunca parecían detenerse en nada durante mucho tiempo. Si la hubiera pasado por alto, no habría sido un crimen. Muchas veces me pregunto cómo la noté en primer lugar. Tal vez fue la falta de cualquier rastro de emoción. Esa expresión constante de cansancio, como si estuviera allí pero sin estar realmente. Una mortal entre miles. Alguien con una vida monótona, sin grandes esperanzas ni pasiones visibles. Me asignaron su caso porque ya llevaba tiempo sin que nadie se enamorara de ella. Algunos dioses encuentran esos casos interesantes, pero para mí son solo un dolor de cabeza. Si de mí dependiera, la habría dejado sola, sin más. No era mi estilo intervenir cuando no había necesidad. Pero hay reglas en este trabajo, y una de ellas es que ningún mortal puede quedar fuera del juego del amor. Así que ahí estaba yo, en los cielos, apuntando mi vista y flecha a esa cafetería, observándola sin demasiada emoción. Sabía lo que venía. Un par de flechas bien colocadas y su vida cambiaría. Había funcionado incontables veces antes. El problema fue que, con Lía, no funcionó. Y ese fue el comienzo de todo.
Recuerdo el primer intento. Vi a un tipo sentado no muy lejos de ella, leyendo un libro de esos que a los humanos les encanta fingir que entienden. Alto, lo suficientemente atractivo, alguien con quien una chica como Lía podría sentirse afortunada de compartir un café. No me importaba que no fueran almas gemelas; no siempre se trata de eso. A veces, el amor solo necesita un pequeño empujón, una chispa para encender el fuego. Saqué una flecha, apunté al hombre y solté. Nada.
Bueno, no es raro que algunos casos necesiten más de una flecha, sobre todo los más "resistentes". Así que lo intenté de nuevo, esta vez con un tipo distinto. Parecía más acorde a lo que podía interesarle: pelo revuelto, actitud distraída, un músico con pinta de bohemio que acababa de entrar en la cafetería. Disparé. Luego esperé.
De nuevo, nada. Para entonces, debería haberme empezado a preocupar, pero no lo hice. Supongo que es un defecto de los dioses; la arrogancia. Pensé que tal vez había algo en el ambiente, alguna interferencia divina que se escapaba de mi control, raramente. Envié un reporte rutinario a los superiores, es decir, a mi madre Venus, también conocida como Afrodita. Algo breve, nada que me indicara que este caso sería distinto a los demás. Y seguí con mi vida. La siguiente semana volví a intentar con otra persona. Un chico que se sentaba al otro lado del aula universitaria donde ella pasaba sus mañanas. Me fijé en la manera en que él la miraba, aunque fuera de manera fugaz. Parecía que ahí podría haber algo, ¿no? Disparé mi flecha. Y nada. Esa fue la tercera vez. Luego fueron la cuarta, la quinta, y así hasta que perdí la cuenta. Todos los chicos, todas las personas que escogía cuidadosamente, en todos los entornos posibles. Mis flechas rebotaban como si no existiera magia alguna. Era como si Lía tuviera una especie de escudo invisible, una barrera que alejaba cualquier intento de afecto. Para alguien que ha visto los efectos del amor más intensos, era extraño, muy extraño.
Me fastidiaba. No voy a mentir. Nunca antes había fallado tanto con una persona. Nunca había tenido que insistir tanto. ¿Qué tenía de especial esta chica? No podía ser su aspecto, porque no destacaba. No era especialmente carismática, ni interesante. Su vida era rutinaria: universidad, trabajo de medio tiempo en esa cafetería, las mismas calles, los mismos rostros, un pueblo pequeño. Como la mayoría de los mortales, caminaba por la vida con la cabeza baja, sin esperar nada más allá de la siguiente obligación. Y sin embargo, a pesar de todo, mis flechas no podían alcanzarla. "¿Qué demonios te pasa?", murmuré una tarde, observándola desde lo alto de un edificio mientras ella se sentaba sola en un banco del parque, con sus auriculares puestos, ignorando el mundo. Estaba claro que ella tampoco sentía nada especial por nadie. Ningún atisbo de interés, ni siquiera en los chicos que se acercaban. Es como si el amor no existiera en su vida.
Empecé a investigar más a fondo, pero no había nada extraordinario en su familia. No tenía ningún ancestro notable, ni ninguna maldición sobre ella, al menos que yo pudiera ver. Nada que justificara su resistencia a lo que debía ser inevitable. Pero, después de un tiempo, algo empezó a incomodarme más que mis fracasos. Algo en ella, algo que antes no había notado. No era su aspecto ni su actitud. Era... esa sensación de vacío. Esa soledad tangible que parecía seguirla a todas partes, como si fuera parte de su ser. Empecé a verla de una manera distinta, no porque me interesara, sino porque nunca había visto a alguien tan desconectado de todo. Como si el mundo no pudiera alcanzarla. Eso despertó mi curiosidad, más de lo que me gustaría admitir. Así que, con más insistencia de la que había tenido en años, seguí intentándolo. Observándola. Midiendo cada paso, cada conversación que ella apenas sostenía con los demás. Cada vez que disparaba, el resultado era el mismo. El tipo de persona que, en otro caso, podría haberse enamorado con facilidad, simplemente la miraba y luego volvía a sus asuntos, como si ella no existiera. No es que me importara su vida personal, pero algo me decía que había más en juego. Y aunque no quería aceptar lo que pasaba, lo cierto es que Lía era un misterio. No en el sentido romántico de la palabra, sino algo más profundo, más molesto. Los dioses no suelen interesarse en los detalles pequeños de los mortales, pero cuando algo rompe las reglas del juego, no queda otra opción que investigar. La situación escaló cuando, en un último intento, decidí usar una flecha especial, una de las pocas que rara vez utilizo. Estas flechas están reservadas para los casos más complicados, los que requieren un golpe de gracia para desencadenar lo inevitable. Esas flechas nunca fallan. Levanté el arco, observando cómo Lía caminaba por la calle, perdida en sus pensamientos, como siempre. Apunté al chico que acababa de cruzarse en su camino. Lancé la flecha y esperé la chispa que iniciaría el cambio. Pero algo pasó que no había visto antes. La flecha se desvió. Desapareció en el aire, como si nunca la hubiera disparado. No entendí nada en ese momento. ¿Qué había pasado? Eso era imposible. Ninguna flecha de ese tipo podía fallar, y mucho menos desaparecer. Ese fue el día en que comprendí que había algo más. No era solo mi ineptitud ni falta de precisión. Había algo con Lía, algo que desafiaba mi poder y las reglas de los dioses. Y ahora no tenía opción. Tenía que descubrir qué estaba pasando.
No porque ella me interesara, claro está. Sino porque ahora esto era algo personal.Y cuando un dios se toma algo personal, los mortales pagan el precio, y el universo tiembla.
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El amuleto de los dioses
FantasyCupido, el dios del amor, ha pasado siglos asegurándose de que cada corazón humano encuentre su par. Su habilidad con las flechas es legendaria, hasta que se enfrenta a un caso imposible: Lía, una joven común e invisible para el mundo, parece inmune...