Capítulo 4 - Condiciones divinas

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C U P I D O

—Primera condición —empieza, como si cada palabra fuera una ley inmutable—No puedes enamorarte.

Ahí está. La clásica. No importa cuántos siglos pasen, siempre es lo mismo. Un dios no debe enamorarse de una mortal. Aunque, sinceramente, enamorarme no estaba en mis planes. Aunque muchos se quedaron con mi faceta un tanto promiscua. Durante siglos, los placeres del Olimpo estuvieron al alcance de mi mano. ¿Orgías?

Claro, muchas. ¿Festines interminables con cuerpos entrelazados bajo la luz de los eternos cielos? Por supuesto. Dionisio, siempre con una copa en la mano, lideraba el caos como maestro de ceremonias, y los demás dioses le seguían con la misma energía inagotable. Al principio, fue emocionante. ¿Quién no disfrutaría del desenfreno y la libertad de una existencia sin límites?

Recuerdo cuando todo me parecía nuevo, fresco, casi vital. Una marea de amantes que se desdibujaban entre sí, noches que nunca terminaban, risas y gemidos que resonaban en las paredes doradas del Olimpo. Era imposible aburrirse cuando cada noche era una celebración, una danza interminable de pieles y cuerpos que se perdían en el vino y la lujuria.

Pero después de un tiempo... todo se volvió vacío. Las caras, los cuerpos, las noches que una vez me llenaban de energía se convirtieron en una rutina sin sentido. Todo empezó a parecerme igual. Las mismas sonrisas, las mismas caricias, los mismos juegos. El placer por el placer se desgastó hasta convertirse en un eco lejano, una repetición sin fin. No importaba cuántas veces lo hiciera, cuántas personas tocara o con cuántos compartiera la cama; al final del día, el vacío era siempre el mismo.

Y ahí fue cuando me di cuenta de algo curioso. Nunca había tenido una relación romántica. Ni una sola vez. Yo, el dios del amor, el arquitecto de los encuentros más intensos y los romances más legendarios de la historia... nunca había sentido lo que ellos sentían. El amor. Lo mío siempre había sido físico, carnal, pero nunca profundo, nunca real.

A veces pienso que es una especie de y broma cósmica. Que los dioses me dieron el poder de unir corazones, pero no el de entender lo que significa amar verdaderamente.

Así que dejé todo eso atrás. Las orgías, las noches eternas, los cuerpos que se enredaban sin sentido. Me cansé. ¿Qué sentido tiene repetir lo mismo si no hay nada más allá del placer inmediato?

Es curioso, ¿no? El dios del amor, aburrido de todo lo relacionado con el deseo.

—¿No te ves capaz?—comenta Zeus sacándome del ensimismamiento—

—¿Enamorarme? —repito con una sonrisa sarcástica—. Zeus, por favor. Hago que los demás se enamoren. Eso no es algo que me afecte.

Zeus se inclina hacia adelante, su rostro envuelto en sombras. Sus ojos chispean con una advertencia que me deja en claro que no está para bromas.

—Cupido, no me tomes por tonto. He visto lo que el amor puede hacer, incluso a los más grandes de nosotros. No te enamores. Si lo haces, habrá consecuencias. Quizá irremediables.

El tono de su voz es como un trueno que retumba en la distancia, pero yo sigo con mi sonrisa.

—No te preocupes—respondo con fingida seriedad—. No me enamoraré. Lo tengo anotado justo después de "no molestar a Zeus" y "evitar ser electrocutado".

Zeus ignora mi comentario. No soy su dios favorito, eso es seguro. Golpea el aire con los dedos y continúa.

—Segunda condición —dice, su voz grave—: No puedes tocar a los mortales. No influirás directamente en sus vidas. Solo observarás.

El amuleto de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora