CAPITULO 18

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Caín miraba a sus padres desde la distancia, observando cómo se movían con prisa entre las herramientas, la leña y las pieles extendidas para secarse al sol. El cielo comenzaba a teñirse de un gris pálido que anunciaba la llegada del invierno. Caín sabía que ese cambio significaba más trabajo para su familia.

"¿Por qué mamá y papá no juegan con nosotros?" preguntó Abel, mientras moldeaba figuras de barro con sus manos pequeñas y sucias.

Caín, que había estado concentrado en sus pensamientos, levantó la mirada hacia sus padres y luego volvió a su hermano menor. Abel aún no entendía la urgencia de sus padres, ni por qué todo se había vuelto tan serio de repente.

"Están ocupados preparando todo para el invierno" dijo Caín, su voz intentando sonar tranquila y sabia. "El invierno es frío y duro, y tenemos que estar listos. Mamá y papá me contaron que una vez casi no sobrevivieron a uno. Por eso, ahora se aseguran de que tengamos suficiente comida y abrigo. Y... también dijeron que mi trabajo es cuidar de ti."

Abel frunció el ceño, no del todo convencido, pero aceptó la explicación con la misma facilidad con la que un niño acepta una historia de buenas noches.

"Pero yo quería jugar con ellos..." murmuró Abel, su voz apagada por una tristeza que no entendía del todo.

Caín suspiró suavemente, dándole una palmadita en su espalda, intentando consolarlo de la mejor manera que sabía. Abel aún era muy pequeño para comprender completamente lo que sucedía a su alrededor. Pero él, en cambio, comenzaba a entender que el mundo no era tan simple ni tan seguro como había pensado.

Mientras Abel seguía entretenido con sus figuras de barro, Caín volvió a observar a sus padres. La manera en que su madre se movía, con una especie de fuerza contenida, como si llevara un peso invisible en sus hombros. O la manera en que su padre volvía de la caza, con manchas de sangre que no siempre pertenecían a los animales que cazaba.

Había escuchado historias sobre un jardín donde todo era hermoso y seguro, un lugar donde no existía el dolor ni el hambre. Pero para Caín, esas historias no eran más que cuentos. No podía imaginar un mundo donde los animales no se cazaban unos a otros, donde el invierno no era algo que temer y donde la vida no dependía de la constante lucha por sobrevivir.

Recordó las veces en que había visto a su madre derrumbarse en medio de los sembradíos. Corría hacia ella, asustado, pero su madre siempre le sonreía débilmente y le aseguraba que todo estaba bien. Sin embargo, Caín no era tan ingenuo. Veía el cansancio en sus ojos. Sentía el dolor que ella intentaba ocultar. Él ayudaba, claro, en lo que podía. Pero, al final, solo era un niño. Un niño que empezaba a entender la crueldad del mundo en el que vivían.

Y luego estaba su padre. Caín también recordó aquella noche con claridad, una de tantas en las que había visto a su padre desmoronarse por el miedo. Su madre había caído enferma tras la mordedura de algún animal venenoso, y su padre, siempre tan fuerte y estoico, había pasado las horas en vela, con los ojos fijos en el rostro pálido de su madre. Él no lo entendía en ese entonces, pero el sonido de sus sollozos, apenas audibles en la oscuridad de la cueva, se le quedaron grabados en la mente. Era la primera vez que Caín comprendía que su padre no era invencible.

Pero esa revelación no había sido la única. Con el tiempo, también lo había visto regresar de las tierras salvajes, herido y tambaleante. Su cuerpo, normalmente imponente, mostraba cortes profundos y cicatrices que hablaban de batallas contra bestias que ni él ni Abel podían imaginar. Caín observaba cómo su padre, postrado en cama, luchaba contra la fiebre, temblando y delirando, murmurando nombres que le eran extraños, mientras su madre permanecía a su lado, sosteniéndole la mano cada vez que él la llamaba. Esos momentos le aterraban, pero nunca se lo dijo a Abel, que aún veía a su padre como un héroe indestructible.

ERASE UNA VEZ: UN JODIDO ESCARABAJODonde viven las historias. Descúbrelo ahora