CAPITULO 2

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No había manera de acostumbrarse a eso. No importaba el tiempo transcurrido, él no podía adaptarse al ambiente rojizo que le hacía perder la percepción de los otros colores ni al olor a azufre mezclado con cuerpos en putrefacción que le mareaba por momentos. Aunque los demonios no eran un obstáculo para él en el día del exterminio, cada vez que descendía al infierno despertaba en él un sentimiento familiar, un mecanismo de lucha y huida experimentado en su vida humana. Hasta cierto punto, el infierno se parecía a la tierra primitiva.

"¿Cuánto tiempo llevo liderando los exterminios? ¿Miles de años? ¿O quizás más?", murmuró para sí mismo, apenas susurrando.

El tiempo ya no era importante; había transcurrido tanto que era irrelevante para él. Además, odiaba las matemáticas y calcular, pero si le preguntaran, pensar en el número de sus tenientes sería inevitable. ¿Qué número de teniente era Lute?

"Novecientos, sí", tosió, sintiendo el sabor metálico de su propia sangre. "Me gusta ese número. ¿Pero por qué?". Divagaba para evitar quedarse dormido. "Es par, redondo excepto por el 9, grande pero no demasiado. Es divisible entre 1, 2, 3, 4, 5, 6... eh, eh, 9, eh, ¿10? ¡Ay!", se sobresaltó. "¡Carajo! ¿Cuánto tiempo tardarán en cerrarse estas putas heridas?" Se apoyó en la pared, intentando relajarse.

No tenía idea de que las heridas hechas por acero angelical dolieran tanto. Una, dos o incluso tres eran aceptables, pero la ráfaga de puñaladas que recibió fue el peor dolor físico que había experimentado. Al menos, ya no sentía que se estaba muriendo.

¿Morir? Realmente no entendía lo que estaba pasando; estaba seguro de que acababa de morir. Y luego abrió los ojos. ¿Y luego qué? ¿Qué pasó con Lute y el resto de sus damas?

"No, mi teniente no moriría tan fácilmente", intentó apartar la imagen de sus exterminadoras apiladas en una montaña cuando despertó en el barrio Canibal.

La sangre le hervía al recordarlo; la sola idea de que uno de esos cuerpos fuera Lute lo enfurecía.

"Deben haber sido devoradas por esos demonios asquerosos", dijo con tristeza. "¡Mierda! Eran mi mejor escuadrón de exorcistas. Debí haberles pateado más fuerte el trasero", continuó, sintiéndose culpable por dejarlas entrenar solas, con Lute a cargo. "No se preocupen, las vengaré".

Volvería al cielo, rearmaría su ejército y arrasaría con todo. No esperaría otros estúpidos seis meses. Esos idiotas merecían morir por atreverse a herir al primer hombre y a sus exorcistas.

Pero había un problema: no pudo comunicarse con el cielo al faltarle su aureola. ¿La habría perdido en el campo de batalla? Era imposible; solo había tres formas de perder una aureola: cuando un ángel cae, muere o renuncia voluntariamente a ella.

"¿Quién sería tan idiota como para renunciar voluntariamente a ser un ángel?", pensó cuando lo leyó por primera vez.

En fin. Aparentemente no estaba muerto, por lo que sería una especie de ángel caído. Detestó la idea ni bien se le pasó por la mente. Y por alguna razón pensó en Vaggie; tenía que ser una jodida broma.

"Es hora de moverme".

Respiró hondo y se levantó con cuidado. Una mueca de dolor se dibujó en su rostro y una pequeña cantidad de sangre empezó a derramarse de sus heridas, manchando las vendas improvisadas que envolvió en su pecho. Pese a que las heridas se abrían constantemente, ya no eran mortales, así que pudo reunir la suficiente energía para invocar un portal.

"Volveré a casa, y estas perras lo lamentarán", murmuró, con una sonrisa maliciosa, antes de chasquear sus dedos. Nada ocurrió. Volvió a chasquearlos. Nada. "¿Era debido a que no tenía su aureola?" Frunció el ceño, pensativo. Avanzó tambaleante hacia adelante y chasqueó nuevamente sus dedos; un portal se abrió frente a él, que conducía más allá de donde se encontraba. "No es la aureola; algo sucedió en el cielo. Debe ser por mi ausencia, no hay otra explicación", dijo con cierta esperanza, que luego por alguna razón se convirtió en angustia.

ERASE UNA VEZ: UN JODIDO ESCARABAJODonde viven las historias. Descúbrelo ahora