CAPITULO 1 ONSET

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La ciudad de Oro estaba sumida en fuego y gritos. Una fila de soldados defendía desde los edificios, dificultando el avance de las tropas enemigas. El aire era muy pesado y caliente; solo respirar ya cansaba.


—¡SEÑOR, AL NORTE LOS NIKOLAYEV Y POR EL OESTE LOS ALPES! ALEK ESPERA QUE LE INDIQUE —gritó un capitán en medio del bullicio del ataque

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—¡SEÑOR, AL NORTE LOS NIKOLAYEV Y POR EL OESTE LOS ALPES! ALEK ESPERA QUE LE INDIQUE —gritó un capitán en medio del bullicio del ataque.

Un hombre con una gran cicatriz en el rostro volteó y vio al capitán, quien, aunque intentaba no demostrarlo, estaba visiblemente desesperado; el vibrar de su voz lo decía todo. Algunos de los soldados miraban de reojo con preocupación.

—Comunícame con ALEK. ¿Y ustedes no tienen familia a la cual ver en la mañana? ¡No los dejen pasar! ¡Aquí estaré con ustedes haciendo frente! —exclamó el hombre con firmeza.

En un barrio no muy lejos del centro de la ciudad, todo estaba en calma bajo una tenue lluvia de cenizas. Una tropa revisaba una de las casas grandes de la zona. Mientras caminaban por la casa, solo escuchaban la madera crujir, sin notar que alguien los vigilaba muy de cerca.

Un niño de no más de 10 años, armado con un cuchillo, aguardaba cualquier movimiento de los soldados. Por suerte para él, nunca se dieron cuenta de su presencia. Con mucho cuidado, el pequeño regresó a un rincón del escondite y miró a dos niñas.

—Estaremos bien por ahora, Ágata, pero debemos movernos —susurró.

Ágata, algo asustada y con una pequeña de unos tres años en brazos, respondió:

—¡No, Zúrich! Papá dijo que vendría. Si salimos… no, no, no quiero salir.

—¡Es un peligro quedarnos aquí! Piensa en Sukie, tenemos que salir —le insistió Zúrich, manteniendo la voz baja.

—¡Es peor si salimos! No podemos contra esos soldados —protestó Ágata.

A pesar del miedo, los tres niños comenzaron a salir. Zúrich cargaba a su pequeña hermana, mientras Ágata caminaba detrás. Salieron observando en todas direcciones y vieron los alrededores de su casa completamente en llamas; los verdes prados y los establos no eran más que cenizas.

Zúrich acomodó a Sukie a caballito y comenzaron a caminar hacia la entrada principal. En una colina no muy lejana, un soldado vigilaba la zona desolada, consumida por las llamas. Al divisar a los tres niños, se lanzó hacia ellos sin dudarlo.

Zúrich escuchó los pasos del soldado acercándose y se giró para enfrentarlo, con su pequeña hermana a sus espaldas. Ágata, asustada, recogió un trozo de madera del suelo para defenderse. Cuando el soldado estaba a unos 200 metros, se detuvo y gritó:

—¡Mi señor Zúrich! ¡Mi señora Ágata! Soy Leopold. Los llevaré con su padre. Bajen las armas.

Ambos niños, nerviosos, desconfiados y temblando, observaron al soldado acercarse poco a poco para no asustarlos. Cuando Ágata reconoció su rostro, corrió a abrazarlo. Leopold los vio cubiertos de cenizas y con los ojos irritados por el humo. Los revisó rápidamente y, al no encontrarles heridas graves, sacó un poco de agua y les limpió la cara.

Tomó en brazos a Ágata y, desviándose del camino principal, comenzaron a andar para estar más seguros. Zúrich le contaba a Leopold todo lo que había escuchado de los otros soldados que pasaban cada cinco horas. El soldado escuchaba atentamente las palabras del niño, quien, aunque joven, mostraba mucha picardía.

Llegaron a un punto en el bosque donde había un grupo de civiles sobrevivientes en una carreta. Los subieron y les dijeron que esperaran unos minutos para llevarlos con su padre. Ágata, ahora más tranquila, cuidaba de Sukie, quien jugaba un poco, mientras Zúrich, sin sentarse, permanecía de pie en el centro de la carreta, espada en mano, vigilando todo a su alrededor.

Leopold subió a la carreta y otro soldado tomó las riendas para guiarlos al refugio principal. En total eran siete niños. Todo estaba tan tranquilo que Leopold empezó a ponerse nervioso, mirando en todas direcciones. Zúrich también vigilaba, y a mitad del camino vieron a un hombre con un arco y flecha. Sin pensarlo, Leopold disparó, pero no ocurrió nada.

 Sin pensarlo, Leopold disparó, pero no ocurrió nada

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De repente, escucharon golpes en la carreta. Al ver las flechas, Leopold tomó a Ágata en brazos y gritó para que todos salieran. Zúrich intentó alcanzar a Sukie, pero una explosión lo detuvo.

Desde la distancia, el hombre de la gran cicatriz vio y escuchó la explosión. Sabía que ya habían ganado, pero algo lo inquietaba. Apretó los puños pensando: “Las malas noticias siempre llegan primero”.

—Mi señor Lorian, hemos reducido a los NIKOLAYEV y tenemos bajo custodia a seis de los Alpes… ¿Mi señor Lorian? ¿Se encuentra bien? —le preguntó un subordinado.

Lorian salió de sus pensamientos, observó a su alrededor, retomó su porte firme y respondió, mirando a un joven de los Alpes:

—Busquen y curen a los heridos. Nos retiramos de aquí, y diré esto solo una vez: dile a Alek que hoy no hay rehenes. Nos vamos de la ciudad de Oro. Ya es suficiente sangre pura derramada.

En el bosque, Leopold se levantó aturdido, con Ágata desmayada en sus brazos y sin audición. Poco a poco fue recuperando los sentidos y escuchó a los niños gritar y llorar. Se tocó la frente y vio sangre por el golpe contra el suelo. Se puso de pie, cargó mejor a Ágata y se acercó a dos niños más que lloraban.

—Calma, pequeños, calma. Yo los cuidaré. Vamos, vamos —les dijo, ofreciéndoles la mano.

Caminaban en dirección contraria, pues ese camino ya no era seguro. A pocos metros de la carreta, Leopold encontró a Zúrich en el suelo, sin brazos. Se apresuró a revisarlo; aún tenía pulso. Así que lo cargó y, como pudo, llevó a los cuatro niños hasta la pequeña base que tenían.

Por suerte, los médicos no se habían ido y, al verlos llegar, los atendieron de inmediato. Ya habían escuchado la explosión y estaban preparados para recibir a los heridos. Leopold, al llegar, vio que lo auxiliaban y se desvaneció.

Al abrir los ojos, Leopold vio por la ventana un hermoso árbol. El sol brillaba, las aves cantaban, y el olor a madera llenaba el espacio. Respiró profundamente y, al voltear a la derecha, vio al líder de la ciudad, Lorian. Como pudo, se incorporó y dijo:

—Mi señor… Lorian, es un placer tener…

Comenzó a toser sin poder detenerse. Lorian lo miraba con tristeza, con los ojos llenos de lágrimas y una voz temblorosa, pero firme.

—Bienvenido, Leopold. Estoy aquí para agradecerle por todo lo que ha hecho por mi familia. Estoy en deuda con usted y con sus descendientes.

Asombrado, Leopold trató de preguntar por Zúrich, pero Lorian lo interrumpió y le preguntó:

—Lamento mucho tener que hacerle pensar en su estado actual, pero, cuando despertaste tras la explosión, ¿pudiste ver a Sukie? Sé que estabas muy mal, pero ¿recuerdas algo?

Leopold bajó la mirada, apenado, y respondió con tristeza:

—No.

Lorian respiró hondo, agradeció estrechando su mano y salió de la habitación, llorando pero sin hacer ningún gesto. Afuera, un hombre fornido y pelirrojo se levantó al verlo y caminó a su lado.

—Dime, Lorian, ¿qué quieres que haga? —le preguntó con total seriedad, mirándolo de reojo.

—Alek, busca a mi hija —respondió Lorian con determinación.

El Legado De Las Sombras Carmesí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora