Capítulo 14 elfos carmesí II

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En la cama yacía Amelia, inconsciente tras el impacto de la energía maldita. Radiz la observaba con preocupación, su mirada fija en el libro negro que descansaba a su lado, un libro que susurraba en una lengua olvidada y oscura.

—No debería escuchar esas voces… ¿Es el libro de Phäll? ¿Cómo es que Amelia consiguió esa cosa? —murmuró Radiz, inquieto.

Con una duda persistente en su corazón, Radiz se alejó, aunque no estaba del todo seguro de dejar a Amelia sola, especialmente con el libro en sus manos. A medida que se retiraba, una energía extraña comenzó a emanar del libro, una neblina oscura y densa que envolvió a Amelia. La bruma parecía viva, y pronto la sumergió en un profundo sueño.

Cuando abrió los ojos, un sol radiante la cegaba. Amelia alzó una mano para protegerse de la luz, y en el proceso, notó las hojas blancas de un enorme árbol que se alzaba majestuoso sobre ella. Se incorporó lentamente, aún aturdida, y el paisaje que la rodeaba la dejó sin aliento.

A lo lejos, gigantescas montañas de piedra blanca se elevaban, mientras vastas praderas verdes se extendían bajo sus pies, salpicadas de delicadas flores que dotaban de vida al lugar.

Sus manos, aún doloridas por el entrenamiento, temblaron mientras intentaba sacudirse la tierra que cubría su ropa. Miró alrededor, pero nada le resultaba familiar. Ya no estaba en el Bosque de los Mil Acres, ni en las heladas montañas de los Alpes, ni siquiera en el reino celestial de Mauricio. Se sentía perdida.

De repente, vio hacercarse a un elfo de cabello corto y rojizo. Su paso era firme, y en su semblante no había rastro de temor.

—Мир со тебе —saludó el elfo en una lengua antigua—. Hace mucho que no veía a uno de los Primeros Hijos. ¿De dónde vienes?

Amelia, desconcertada, no supo cómo responder. Todo en ese lugar era irreal, y el elfo frente a ella parecía tan calmado, como si no hubiera peligro alguno.

—Disculpa, pero… no sé dónde estoy. Tú… —se detuvo al ver las manos del elfo. Eran negras como el carbón, y aquello la hizo retroceder, incómoda.

El joven elfo notó su reacción y esbozó una sonrisa tranquila.

—No te preocupes, no es contagioso —dijo—. Es solo por mi libro. Me llaman Phäll. Un placer, ¿tú eres?

—Amelia —respondió, aún incrédula.

Phäll inclinó la cabeza, pensativo.

—No me suena ninguna Amelia —dijo—. ¿Debería conocerte?

Amelia se sintió aún más desconcertada. Sabía que Phäll había existido, pero hacía siglos. ¿Cómo podía estar él, un ser tan antiguo, frente a ella, hablándole como si fuera un encuentro casual?

—¿Dónde estoy? —preguntó, su voz temblando—. Estaba en el bosque con Radiz y ahora… no sé dónde estoy.

Phäll soltó una carcajada resonante, como si la situación le resultara sumamente divertida.

—¡El viejo Radiz sigue vivo! —se rió—. Estás en Valadiod, la ciudad de los elfos. Bueno, no has llegado del todo, pero estás cerca. Ven, te llevaré.

Sin previo aviso, Phäll tomó la mano de Amelia y la guió hacia el borde de un acantilado. Desde allí, Amelia vio algo que jamás olvidaría: la antigua ciudad de Valadiod se extendía ante sus ojos, tallada en piedra blanca y mármol brillante, resplandeciente bajo la luz del sol como si cada edificio estuviera hecho de oro. El mar abrazaba la costa, reflejando los destellos de la ciudad, que parecía pertenecer a otra era.

El Legado De Las Sombras Carmesí Donde viven las historias. Descúbrelo ahora