Capítulo 24

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Parte 1.

Chloe.

El aire está cargado de una quietud que me resulta insoportable. La noche anterior fue... tumultuosa. Le cedimos la habitación a Lucas y Alice, mientras que nosotros dormimos en la sala, cada uno en un sillón opuesto dándonos la espalda.

Mi cuerpo aún recuerda cada segundo. Maté de nuevo, y la culpa me roza los nervios como el filo de un cuchillo mal afilado, desgarrando mi serenidad. Intento distraerme con lo que puedo: un desayuno improvisado que ni siquiera sé si podré tragar.

Me dirijo a la cocina en silencio, buscando algo que me reconforte o al menos, me distraiga. Los croissants me llaman desde la bandeja en la isla de mármol. Los corto con más precisión de la que debería, como si cada pedazo fuera una parte de mí que necesito controlar. Me sirvo café caliente, inhalando el vapor con la esperanza de que me despeje la mente. Fruta también. Las fresas y las uvas caen en el plato con un leve sonido que no rompe el silencio.

Me siento en la isla y tomo un bocado, pero mi mandíbula está tan tensa que apenas puedo masticar. Me siento como una cuerda estirada al máximo, lista para romperse.

Los croissants están blandos y dorados, pero saben a nada. Mis manos están tan tensas sobre el cuchillo que, al cortar la fruta, podría atravesar la cerámica. Me siento como una bomba a punto de estallar; la incomodidad se mezcla con el agotamiento, y mientras mastico, mi mente sigue reproduciendo las imágenes de la noche anterior. No hemos hablado de eso. No hemos hablado de nada, en realidad. Adam y yo no hablamos.

El crujido suave de sus pasos detrás de mí es una advertencia. Siento cómo la temperatura a mi alrededor cambia, y aunque sé que está ahí, me niego a mirarlo. Pero es difícil ignorarlo cuando su presencia lo invade todo, incluso los lugares en los que no lo quiero.

Irrumpe en mi campo de visión con esa arrogancia innata, esa despreocupación petulante que me desquicia. Rebosa un aire de autosuficiencia mientras abre la alacena, buscando su propio desayuno como si yo fuera invisible, una mota de polvo en la periferia de su mundo. Lo observo, o más bien, lo siento, y cada uno de sus movimientos me crispa los nervios.

Esa actitud de rey del mundo, ese andar despreocupado que me parece tan insultante, y sobre todo, la maldita belleza que lo envuelve. La luz suave del amanecer se cuela por las ventanas y resalta los ángulos afilados de su perfil, los tatuajes que cubren su piel como sombras dibujadas en su musculatura.

No dice una palabra, y es como si yo no existiera para él. Parte de mí quiere lanzarle el plato que tengo en la mano, pero la otra parte, la otra parte lo encuentra increíblemente irritante y al mismo tiempo, fascinante. Maldita sea. No puede ser tan guapo.

Su voz, seca y punzante, finalmente se hace presente.

—¿Croissants para el desayuno? No sabía que te gustaba empezar el día con calorías vacías.

Lo fulmino con la mirada, pero por dentro siento un retortijón de frustración.

—Supongo que las calorías vacías hacen buena compañía cuando no tienes que preocuparme por... —me detengo justo antes de decir algo hiriente— ...otros problemas más importantes.

Se gira con la calma irritante de quien sabe que tiene el control de la situación. Se ha vestido de forma casual, pero aún así parece salido de una maldita portada de revista. Lleva una camisa negra de algodón que se ajusta a su cuerpo con un descaro irritante, los pantalones jogger grises cuelgan de sus caderas de una manera despreocupada, como si hasta el confort fuera una excusa para lucir intimidante. Su cabello, ese caos oscuro y desordenado que siempre parece al borde de la perfección, y sus ojos insondables, esas profundidades inexplorables que no puedo leer ni aunque lo intente.

Apoteósico Donde viven las historias. Descúbrelo ahora