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"Aquello duró sólo un instante, pero hubiera podido eclipsar la humanidad. "
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𝐋𝐀 𝐅𝐔𝐄𝐑𝐓𝐄 𝐋𝐋𝐔𝐕𝐈𝐀 𝐀𝐙𝐎𝐓𝐀𝐁𝐀 𝐋𝐀𝐒 𝐆𝐑𝐀𝐍𝐃𝐄𝐒 𝐕𝐄𝐍𝐓𝐀𝐍𝐀𝐒 𝐃𝐄 𝐋𝐀 𝐌𝐀𝐍𝐒𝐈𝐎́𝐍 𝐆𝐑𝐈𝐍𝐖𝐄𝐋𝐃. El viento se colaba por los pequeños huecos de la estructura, y los truenos resonaban en sincronía con la tensión palpable que impregnaba cada rincón del hogar. La habitación, sumida en la oscuridad, era iluminada tenuemente por las pequeñas lámparas de las paredes, que parpadeaban como si presagiaran el inminente desastre.
El matrimonio Grinweld observaba con una mezcla de nerviosismo y reverencia al Señor Oscuro, quien se paseaba lentamente por la habitación. Su mirada, fría y calculadora, no se apartaba de la pequeña niña acurrucada en los brazos de su madre. Elizabeth, la madre, estaba serena, casi complacida al ver el claro interés de aquel a quien tanto veneraba. La criatura dormía plácidamente, ajena a lo que ocurría a su alrededor.
Finalmente, Voldemort apartó la mirada de la niña y se centró en Arthur, el padre, que estaba de pie junto a la ventana, con las manos tensas. El Señor Oscuro se acercó a él con calma, como si no notara el claro deseo del hombre de no estar cerca de él. Al llegar a su lado, Arthur tembló levemente, sintiendo la helada presencia de su amo.
—¿Eso fue miedo, Arthur? —se burló Voldemort, con una sonrisa cruel en el rostro. Sabía que le temían, y disfrutaba enormemente de ello.
Arthur apartó la mirada de la ventana y, a pesar de que sus manos temblaban, se forzó a enfrentarlo.
—No, amo... Solo no esperábamos su visita. Nos ha tomado por sorpresa —murmuró, su voz traicionada por el temblor.
—Pero estamos a su servicio en cualquier momento, mi señor —intervino rápidamente Elizabeth, en un intento de calmar la situación.
Voldemort se giró hacia ella. Podía sentir su ansioso deseo de complacerle, lo cual le arrancó una sonrisa. Esto sería más fácil de lo que había planeado.
—Lo sé, querida Elizabeth. Por eso eres una de mis seguidoras más fieles —dijo, complaciendo su lealtad. La mujer sonrió con satisfacción, inflada de orgullo.
El Señor Oscuro volvió su mirada a la pequeña, que ahora descansaba en su cuna. Tan indefensa, tan vulnerable. Su destino ya estaba sellado. Voldemort sabía que, bajo su control, aquella niña se convertiría en algo más que una simple herramienta: sería la clave para asegurar su dominio, una pieza esencial en su búsqueda para superar la muerte, un peón destinado a abrirle puertas que aún permanecían cerradas. Su sangre, una de las más puras y potentes, tenía propiedades que él mismo deseaba aprovechar.
