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" Quizás haya algo peor que los sueños perdidos... perder el deseo de soñar otra vez."
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𝐋𝐀𝐒 𝐕𝐄𝐍𝐓𝐀𝐍𝐀𝐒 𝐃𝐄 𝐋𝐀 𝐇𝐀𝐁𝐈𝐓𝐀𝐂𝐈𝐎́𝐍 𝐏𝐄𝐑𝐌𝐀𝐍𝐄𝐂𝐈́𝐀𝐍 𝐒𝐄𝐋𝐋𝐀𝐃𝐀𝐒, 𝐀𝐓𝐑𝐀𝐏𝐀𝐍𝐃𝐎 𝐋𝐀 𝐎𝐒𝐂𝐔𝐑𝐈𝐃𝐀𝐃 𝐄𝐍 𝐒𝐔 𝐈𝐍𝐓𝐄𝐑𝐈𝐎𝐑, 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐒𝐎𝐋𝐎 𝐄𝐋 𝐃𝐄𝐁𝐈𝐋 𝐑𝐄𝐒𝐏𝐋𝐀𝐍𝐃𝐎𝐑 𝐃𝐄 𝐔𝐍𝐀 𝐕𝐄𝐋𝐀 𝐋𝐔𝐂𝐇𝐀𝐁𝐀 𝐏𝐎𝐑 𝐒𝐎𝐁𝐑𝐄𝐕𝐈𝐕𝐈𝐑. Todo en ese espacio parecía abrazar las sombras, menos la niña. Ella, sentada bajo un dosel improvisado de mantas y cojines, irradiaba una luz propia, pero no de alegría, sino de una melancolía silenciosa.
Las decoraciones que adornaban la estancia eran extrañas, como recuerdos de un mundo que no pertenecía del todo a la realidad. Y aún así, nada en esa habitación era tan peculiar como la pequeña Elvira Grinweld, una niña marcada no solo en la piel, sino también en el destino. Estaba absorta en su libreta, a la que llamaba su "libreta de brujas", convencida de que lo que escribía tenía un poder más allá de lo visible.
Los trazos de su pluma creaban versos como hechizos, sus poemas una forma de evadir la soledad que siempre la acompañaba, que parecía envolverla como las mantas bajo las que se escondía. Pero hoy no escribía para sí misma; sus palabras estaban dedicadas a alguien.
Elvira aguardaba, con una calma fría, sabiendo que pronto su madre vendría para llevarla al Callejón Diagon, el preludio de su destino en Hogwarts. Aunque una parte de ella estaba ansiosa, no lo mostraba. Había aprendido que la vulnerabilidad era un lujo que no podía permitirse. Las miradas de la gente, cuando reparaban en la cicatriz que cruzaba su rostro, eran lo que verdaderamente la incomodaba, pero nunca lo admitiría abiertamente. Esa cicatriz, la marca del Señor Tenebroso, era tanto una maldición como un símbolo. ¿Orgullo? Difícilmente. Solo sentía un frío distante al pensar en ello, como si el peso de aquella marca perteneciera a alguien más.
Incluso la gente murmuraba que su familia de parte de su madre: los Black, leales a Voldemort, igual que su difunto padre, Arthur Grinweld apenas sabía algo de él y de su familia y eso le molestaba, pero guardaba esos sentimientos bajo llave,
La puerta crujió, interrumpiendo el ritmo de sus pensamientos. Elvira alzó la mirada desde su refugio de sábanas para encontrar a su madre de pie en el umbral, imponente y radiante en su severidad.
—Mi querida flor —dijo su madre con una voz suave pero firme, mientras entraba en la habitación—. ¿Estás lista? Debemos ir al Callejón Diagon antes de que caiga la noche.
