13. El lago del reencuentro

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Tras una intensa tarde de preparativos, caer la noche y haber cenado todos juntos bajo el amparo del Árbol Sagrado, Elaine avanzaba por el bosque en el crepúsculo. Deseando tener un poco de tranquilidad y, de paso, alejarse por fin de la vigilancia de King. Aprovechando que muchos de los presentes habían empezado a beber más de la cuenta y los chicos, sobre todo, estaban ocupados, la hermana pequeña del Rey había optado por escaparse de la fiesta. Por algún motivo, desde que había llegado aquella mañana los árboles parecían llamarla con una hipnótica e invisible melodía, familiar y tentadora, a la que el hada no podía resistirse por más tiempo.

Aunque quisiera negarlo, echaba de menos el lugar que la vio nacer. Viajar con Ban había sido delicioso, casi un sueño hecho realidad. La bebida, la comida, los paisajes, la gente, los pueblos, las noches de placer entre las sábanas... Elaine sentía un dulce escalofrío solo con evocar la infinidad de tiernos momentos junto a su amado. Sin embargo, el Bosque también era una parte importante de ella, lo había sido durante casi un milenio. Y Elaine no podía resistirse a esa parte de sí misma, aunque quisiera.

Al detenerse y girar la cabeza como por instinto, el hada contempló cómo el nuevo Árbol Sagrado se erguía ya imponente en el centro del bosque, aunque aún inmaduro. Elaine tembló entonces al recordar lo sucedido con el demonio y Ban, veinte años atrás; además de sentirse algo culpable porque él hubiera perdido su inmortalidad al resucitarla a ella. Pero también era consciente, en el fondo de su alma, de que quizá era lo que debía ser.

Sin quererlo, la joven se echó una mano al vientre, apenas abultado por el embarazo incipiente, y sus labios esbozaron una tierna sonrisa. Lo cierto es que el hada no terminaba de acostumbrarse al hecho de que tenía un hijo creciendo en su interior. Menos todavía cuando lo había hablado con Elisabeth y Diane, tras llegar al Bosque del Rey Hada. Tras el anuncio de que ella estaba embarazada y pasada la reticencia de Diane, había sido el turno de la antigua diosa de confesar, igualmente, que esperaba un hijo de Meliodas. También fue Elisabeth, acto seguido, la que le dijo a Elaine que el tiempo normal de embarazo humano eran nueve meses. A Elaine casi le dio un infarto cuando lo escuchó. Aunque, ahora, a solas con su pequeño no nato, sintiendo casi sin querer los comienzos de su conciencia, la antigua guardiana del Bosque solo podía sonreír y pensar en lo impaciente que estaba por tenerlo entre sus brazos, fuera de la forma que fuese.

Tan absorta iba en sus pensamientos que, cuando Elaine escuchó por primera vez el rumor del agua corriendo cerca, dio un respingo que casi espantó a varios Matangos que la seguían, curiosos. El hada no tenía miedo de aquellos peculiares hongos, puesto que había crecido entre ellos. Al contrario, si su corazón se aceleró fue porque jamás en su vida había escuchado aquel rumor cristalino de forma tan clara. Al menos, no fuera de la fuente de la Juventud. Con el alma en vilo y una dulce excitación corriendo por sus venas, Elaine giró sin apenas pensarlo y siguió la llamada del agua durante varios minutos. Hasta que, finalmente, lo encontró.

El claro apenas tendría unos quince metros de diámetro, a ojo. Sin embargo, lo curioso era que, mientras que la mayor parte del contorno lo formaban árboles altos y frondosos, el fondo del mismo desde donde lo veía Elaine estaba formado por una suave prominencia de tierra, roca y musgo desde la que caía, alegre, una pequeña cascada.

«Es posible que esto ya estuviera aquí y el Bosque solo lo haya integrado como parte de sí mismo», pensó Elaine, divertida y encantada a la vez.

La poza que se había formado frente a la cascada era clara, incluso a la luz de la luna casi llena que brillaba en un cielo despejado, sin una nube. Con tiento, Elaine se aproximó y echó un vistazo: incluso con la argéntea iluminación, no era capaz de intuir del todo su profundidad. Quizá por ello, el hada no se zambulló enseguida, como le pedía una parte de su ser; sino que se limitó a desnudarse, arrojando el vestido a la hierba sin miramientos; y, acto seguido, a sentarse en una de las rocas alisadas que rodeaban el agua. Como un instinto, la joven se echó las manos al vientre y sonrió de nuevo.

En tiempos de paz (SDS - Ban & Elaine)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora