CAPÍTULO 7

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El aire en el laboratorio estaba cargado de tensión, como si todos compartiéramos un secreto que nadie se atrevía a verbalizar. Desde el incidente de hace dos semanas, las miradas entre los investigadores se habían vuelto más evasivas, y los murmullos apagados eran la norma. Nadie decía nada abiertamente, pero la verdad era evidente: algo estaba mal. Muy mal.

Estaba sentada frente a la pantalla de mi terminal, revisando los datos del modelo C-01. Las mismas anomalías que había visto antes seguían apareciendo, pero ahora parecía que se habían multiplicado. Había patrones extraños en su comportamiento, sutiles pero inquietantes, como si algo o alguien hubiera modificado su código. No era posible que eso ocurriera sin que alguien en los niveles más altos lo supiera, pero todo el mundo permanecía en silencio.

Mientras mis dedos recorrían los gráficos y las líneas de código, sentí una presencia tras de mí. Me giré rápidamente, pero no había nadie. El pasillo fuera del laboratorio estaba completamente vacío, y sin embargo, el sentimiento de ser observada no se desvanecía. Desde que comencé a trabajar en el proyecto DARWIN, el ambiente en los laboratorios había cambiado. Algo oscuro se estaba gestando.

Decidí revisar los accesos de seguridad. Había algo que no me cuadraba desde hace días. Y ahí estaba: Acceso no autorizado. Un patrón recurrente. Alguien había estado entrando en el sistema, manipulando información y accediendo a áreas que deberían haber estado completamente restringidas. Esas entradas clandestinas coincidían, curiosamente, con las horas en las que las anomalías del modelo C-01 se volvían más evidentes. Algo o alguien estaba interfiriendo con su sistema, y lo hacía de manera silenciosa y metódica.

Los investigadores a mi alrededor seguían trabajando, en un silencio casi sepulcral. Todos trabajaban con androides de estilos similares al C-01. O al menos, eso era lo que se suponía. El proyecto DARWIN debía centrarse en la evolución de la inteligencia artificial, pero cada vez me resultaba más difícil creer que lo que hacíamos aquí era solo ciencia avanzada. La gente empezaba a comportarse de manera extraña. Nadie hacía preguntas, nadie mencionaba el incidente reciente, y mucho menos los registros del sistema que sugerían sabotaje. Todos actuaban como si nada hubiese pasado.

Mientras analizaba los datos, el frío de la verdad me recorrió la espalda. Nadie era quien decía ser. Había escuchado rumores sobre sabotajes y desapariciones dentro de los niveles superiores, pero nunca los había tomado en serio. Ahora, esos rumores parecían demasiado reales para ignorarlos. ¿Era el silencio de mis compañeros una señal de complicidad, o de miedo?

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por un pitido agudo en el sistema de seguridad. Una nueva alerta. Esta vez era peor que las anteriores. Un movimiento inusual se registraba en los niveles inferiores del laboratorio, las áreas más restringidas. Las cámaras mostraban imágenes de técnicos que no reconocía, entrando en instalaciones selladas donde se llevaban a cabo los experimentos más delicados del proyecto DARWIN. Sabía que algo estaba a punto de suceder, pero nunca imaginé el caos que seguiría.

Los gritos comenzaron de repente. A través del sistema de monitoreo, vi cómo dos cuerpos se desplomaban al suelo. El sonido de disparos y el eco de los gritos resonaban en mis oídos. Las alarmas comenzaron a sonar, pero ya era demasiado tarde. La sangre manchaba el suelo del laboratorio, esparciéndose como un recordatorio de que la línea entre el control y el desastre era mucho más delgada de lo que pensábamos.

El pánico recorrió el laboratorio, pero ninguno de mis compañeros decía nada. Sus miradas seguían fijas en sus pantallas, los movimientos automáticos, como si el derramamiento de sangre fuera solo una nota más en su día. No había pánico real, solo una quietud perturbadora. Nadie hablaba. Nadie preguntaba.

Me levanté, tratando de procesar lo que había visto. Tenía que hablar con alguien, tenía que entender lo que estaba pasando, pero mis pies me llevaron a la cápsula donde reposaba el modelo C-01. Su presencia inerte, detrás del cristal, parecía la única constante en este mar de caos. Había algo en él, algo que me atraía de una forma irracional, más allá de la lógica. Sabía que era solo una máquina, una creación artificial. Pero algo en mi interior se resistía a esa idea. Cada vez que lo veía, sentía una conexión que no debería existir.

Acaricié el cristal suavemente. ¿Era posible que estuviera comenzando a ver en C-01 algo más que un androide? ¿O era el miedo y la incertidumbre lo que me estaba llevando a buscar consuelo en lo que era, al fin y al cabo, una máquina sin alma? Sentía que el lazo entre nosotros se hacía más fuerte con cada día, y esa cercanía comenzaba a perturbarme. Porque no debía ser así. No podía ser así.

Un nuevo pitido en mi terminal interrumpió mis pensamientos. Acceso no autorizado. Otra vez. Pero esta vez, la entrada no era para manipular datos. Era para borrar. Un registro tras otro, los archivos del proyecto DARWIN desaparecían frente a mis ojos. Y con ellos, cualquier rastro de los eventos recientes.

Corrí hacia la consola, intentando detener la eliminación de los archivos, pero era inútil. En cuestión de segundos, todo había desaparecido. Las muertes, los accesos, las anomalías del modelo C-01... todo borrado. Era como si nada hubiese ocurrido.

Sabía lo que significaba. Alguien estaba eliminando pruebas, cubriendo sus huellas. Y nadie en el laboratorio iba a decir una palabra. Porque todos sabían, de una forma u otra, que éramos parte de algo mucho más oscuro de lo que nos habían dicho. Algo que iba más allá de la simple creación de androides. Sabía que la conexión emocional que comenzaba a florecer entre C-01 y yo era peligrosa. Porque cada vez me alejaba más de la razón, y me adentraba en un terreno en el que el afecto por una máquina podía costarme mucho más que la cordura.

Aquella noche, el laboratorio quedó en silencio tras el caos. Pero era un silencio lleno de mentiras.

Días después del incidente, fui llamada a la oficina de Richard Lewis. No fue una conversación; fue una orden disfrazada de formalidad. El contrato de confidencialidad se desplegó frente a mí, cada cláusula más restrictiva que la anterior. "Por el bien del proyecto," me dijeron, pero sabía que era por el bien de sus secretos. No tenía opción. Firmé. Desde entonces, todo cambió. En el laboratorio, los compañeros se mantenían distantes, como si supieran que cualquier palabra fuera una amenaza. El peso del silencio me asfixiaba. 

En casa, mi rutina se volvió mecánica. El apartamento, antes mi refugio, ahora se sentía opresivo. La soledad, que alguna vez valoré, se tornó en un abismo de ansiedad. Mis noches estaban marcadas por insomnio, con mi mente repitiendo los eventos una y otra vez, buscando alguna explicación, alguna salida. No había paz. Ni dentro ni fuera del laboratorio. 

El eco de mi vida anterior se desvanecía con cada día que pasaba, arrastrándome lentamente hacia una oscuridad emocional que no podía controlar.

LOS HIJOS DE LA SINGULARIDADDonde viven las historias. Descúbrelo ahora