CAPÍTULO 2 | FINALES FELICES

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MARCUS

Me sentí terriblemente culpable al ver a través de la pantalla la carita que puso Maia cuando le dije que al final no podía visitarla en San Valentín. Sé lo especial que es esa fecha para ella, porque también lo es para mí. Por eso, en cuanto me comunicaron la cancelación del partido, no me lo tuve que pensar dos veces y reservé el primer vuelo de Madrid a Londres que encontré.

Debería sentirme igual de disgustado que mis alumnos, pero estrechar a Maia entre mis brazos después de mes y medio sin hacerlo ha sido la mejor sensación del mundo. De hecho, por ahora encabeza la lista de los momentos más felices que he vivido en lo que va de año. Poder hundir el rostro en su pelo y disfrutar del dulce aroma a avellanas al que ya me he vuelto adicto, mientras siento cómo ella hace lo mismo con mi camiseta, es lo que más me gusta de nuestros reencuentros, como si volvieras a inspirar hondo el olor a hogar después de mucho tiempo fuera de casa.

Sé que este intercambio supone una etapa importante en su vida y le está viniendo estupendamente para crecer como persona, porque es algo que, pese a no verlo por sí misma, yo he notado desde fuera. Sin embargo, a mí estar a más de un metro de ella me parece insoportable, así que se puede imaginar cómo lo he llevado estos meses.

De todas formas, ya solo quedan cuatro meses y medio y por fin podré verla siempre que quiera. Tengo tantos planes..., aunque todavía no le he comentado ninguno, como alquilar un piso juntos el año que viene, al ser el último de universidad.

Poca gente tenía fe en que consiguiéramos superar la distancia, en especial nada más comenzar a salir, pero sorprendentemente —para todos menos para mí; yo jamás tuve dudas— ha ido sobre ruedas. Nuestro vínculo es tan fuerte que ni mil setecientos kilómetros de distancia pueden con él. Somos a prueba de todo. Nos queda la parte fácil, que es seguir haciendo lo que hemos hecho hasta ahora y confiar el uno en el otro.

—No te me quedes dormido, ya casi hemos llegado —escucho decir a Maia un poco más adelante, pedaleando.

Hemos alquilado unas bicis porque hace un mes vio a una parejita montando e inmediatamente me llamó, diciéndome que teníamos que hacerlo porque es el plan más romántico del mundo. Así que aquí estamos, pedaleando por Saint James Park. Pese a llevar toda mi vida siendo deportista, dejo que se sienta más rápida que yo, aflojando un poco el ritmo, cuando en realidad ya podría estar sin mucho esfuerzo dos kilómetros más adelante. Me encanta cuando gana alguna carrera, se le sube a la cabeza y empieza a picarme, aunque jamás lo admitiré en voz alta y mucho menos frente a esta mujer.

—¿Falta mucho? —pregunto porque, por mucho que esté disfrutando del paseo, ya llevamos un buen rato y las manos se me empiezan a congelar, independientemente de que esta semana vaya a hacer mejor tiempo de lo que suele hacer en Londres.

—En nada estamos —responde, girando ligeramente la cabeza.

Unos minutos más tarde, se detiene frente a una explanada de hierba al pie de un lago y deja la bicicleta apoyada en el árbol más cercano, incitándome a hacer lo mismo.

La veo sacar una fina manta con estampado floral y capto sus intenciones.

—Conque un pícnic, calabacita. —Le dirijo una sonrisa encantadora mientras le ayudo a extender la tela sobre el suelo.

Nos sentamos en la mullida superficie y saca unas cuantas cosas de picar, como hummus, galletas saladas y fruta.

—¿Has ido cargando con eso todo el trayecto? —le pregunto, porque podría haberme dado alguna cosa para llevar.

Ignora mi pregunta porque la respuesta es más que obvia.

—Y aun así te he ganado —responde con una sonrisa triunfante—. Parece que haberte ido al bando de los entrenadores te ha pasado factura. —No puedo evitar reírme—. ¿Cómo están tus niños, por cierto?

Digamos que para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora