CAPÍTULO 7 | ORTEGA

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MAIA

Intento con todas mis fuerzas prestar atención a lo que está diciendo el profesor al final de la sala polivalente, pero mi mente está muy lejos, a mil trescientos kilómetros, para ser exactos. Mis dedos recorren el infinito que llevo tatuado en la muñeca que, pese a estar ahí en honor a mi madre, no puede recordarme más a él.

Ya han pasado poco más de veinticuatro horas desde que nos despedimos y es como si lleváramos meses sin hablar. Siento frío allá donde sus manos me han acariciado y mis labios anhelan los suyos. Sé que voy a estar unos días de bajón, por lo que me espera un muy feliz inicio de semestre.

Como si no tuviera suficiente, al final de la clase tengo que hablar con el profesor porque, por lo que está explicando, me da que esta asignatura no ha empezado hoy como yo pensaba. La otra opción es que haya decidido deliberadamente saltarse la primera mitad del temario, lo cual dudo mucho. Me pone muy nerviosa porque nunca sabes cómo se va a tomar un docente que seas estudiante de intercambio. La mayoría me ofrece tutorías extra si no entiendo algo, pero hay algunos que inmediatamente asumen que vengo a pasarlo bien y faltar a clase. No quiero decir que haya sido una santa, pero intento asistir a todas las que puedo y llevo los trabajos al día, que es más de lo que están haciendo otros españoles, alemanes, o franceses que conozco.

Por otro lado, las pocas veces que consigo estar atenta y tratar de comprender de qué está hablando, no lo consigo. No pensaba que Psicología de la Comunicación pudiera llegar a ser tan difícil.

De por sí el nivel académico, al menos en esta universidad de Londres, es bastante inferior a lo que estoy acostumbrada, lo cual me sorprendió, pero el anterior semestre tuve alguna asignatura más complicada que las demás y no dudo que en este ocurrirá lo mismo.

Una notificación aparece en la pantalla y veo que, desde hace rato, hay movimiento en el chat grupal que tenemos Lidia, Emily y yo. No lo he visto antes porque no me gusta tener el móvil sobre la mesa durante las clases. Si ya de por sí me cuesta concentrarme, con el teléfono a la vista y la pantallita encendiéndose continuamente terminaría volviéndome loca. Probablemente ni me daría cuenta de la clase en la que estoy. Marcus suele decirme que si me desconcentra lo ponga en modo avión, pero para eso lo dejo guardado en mi bolso, ¿no? ¿Para qué lo voy a necesitar entonces? ¿Para hacerme selfies?

Me meto en el chat y veo que se encuentran en una discusión muy acalorada sobre a dónde salir el viernes. Escribo rápidamente que cuando salga de clase hacemos llamada y lo hablamos tranquilamente, antes de eliminar la pestaña del ordenador para no caer en la tentación de responder a todos los mensajes que tengo pendientes. La verdad es que no soy muy buena en eso. Puedo tardar hasta una semana en responder y, aunque me siento ligeramente culpable, lo prefiero antes que contestar de forma rápida y sin ganas.

Vuelvo a fijarme en mi tatuaje, dispuesta a sumirme en una profunda melancolía durante los próximos veinte minutos, hasta que pego un salto cuando todos comienzan a levantarse ruidosamente. Recojo mis cosas a toda prisa, acompañada por el sonido de las sillas arrastrándose y los murmullos y risas de mis compañeros. Por ahora no he hecho ningún amigo en esta clase, y no creo que ocurra.

Bajo los escalones hasta llegar a la mesa del profesor. Es bastante mayor, tanto que estoy segura de que ya podría jubilarse si quisiera. Lleva una chaqueta color coral aterciopelada y el pelo blanco contrasta con sus ojos azabache. Me recuerda bastante al profesor Slughorn de Harry Potter y el misterio del príncipe.

«Por favor que sea majo».

«Por favor que sea majo».

—Buenos días —digo con una sonrisa, en inglés, al alcanzar su altura. Deja de recoger sus cosas para mirarme con serenidad y respiro hondo antes de hablar—. Soy Amaia Martínez, estudiante de intercambio...

Digamos que para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora