MARCUS
Hace frío. Eso es lo primero que se me pasa por la cabeza al caminar por el paseo de entrada de mi casa. En Londres sentía una calidez que poco tenía que ver con la previsión climatológica, sino más bien con una calabaza de ojos azules a la que ya extraño de forma desgarradora.
Todos hablan de lo difícil que es dejarlo todo y empezar de nuevo en otro lugar, de lo mucho que uno echa de menos a su familia y amigos. Pero nadie habla de los que se quedan. De lo doloroso que resulta seguir con tu día a día en un lugar lleno de recuerdos de alguien que ya no está. Cuando cada cafetería, parque y rincón de la ciudad te recuerda a ella y tienes que actuar como si nada, o al menos todos esperan que lo hagas. Mirar hacia otro lado. Ignorar la opresión que sientes en el pecho al sentarte en el coche y no tener que regañar a nadie por poner los pies en el salpicadero, cuando sus carcajadas al hacerla cosquillas por no hacerte caso todavía resuenan en tu cabeza una y otra vez. Ver cómo la vida sigue su curso y todos continúan con sus cosas sin percatarse siquiera de que la persona que dotaba de luz a la ciudad ya no está.
Suspiro con tristeza antes de girar la llave y entrar en casa. Las cosas han cambiado bastante desde que les dejé claro a mis padres que no podían seguir marcándome el camino a seguir; que ya tenía mis propios objetivos y ambiciones. Bueno, bastante a lo mejor es pasarse, pero sí hay algunas diferencias en nuestra relación como familia. Por ejemplo, ahora mi madre está desayunando con mi hermana pequeña, Sofía, quien suelta una exclamación al verme y salta del taburete sobre el que estaba sentada para tirarse a mis brazos, dejando el vaso de leche sobre la isla.
—Nos vimos ayer por la mañana, enana —le recuerdo, ya que fue quien me acompañó al aeropuerto, aunque luego tuviera que volver en metro porque tiene dieciséis años y, por mucho que ella se empeñe, no puede conducir mi coche.
—Mentira, ya sentía como si lleváramos un mes sin hablar. —Su comentario me hace reír y, tras depositar un beso sobre su pelo, deshago el abrazo para que siga desayunando.
Creo que si he llevado bien estos meses sin Maia —y con llevar bien me refiero a no volverme loco y dejarlo todo para mudarme a Londres— ha sido por mi hermana. Con Carmen también tengo buena relación, pero entre que ya no vive en casa y su obsesión por el trabajo, no hablamos tanto como deberíamos. Por fuera puede parecer fría y seria, pero cuando coge confianza es la mejor hermana mayor del mundo. Aun así, no puedo evitar tener una pequeña alianza con Sofía. Cuando éramos pequeños a todo el mundo le llamaba mucho la atención, porque Carmen parecía una chica aplicada y ordenada, mientras que nosotros dos siempre hemos sido unos kamikazes.
—Sofía, termina el desayuno que vas a llegar tarde a clase —dice mi madre desde la cocina, con un café en la mano.
Alzo la cabeza y me acerco para darle un beso.
—¿Qué tal está Maia? —pregunta. Nunca ha sido de usar un tono especialmente fraternal, pero se nota cierto cariño tras sus palabras.
Sinceramente, no sé qué embrujo ha hecho esta chica para caerle bien a mis padres. Jamás pensé que fueran a aprobar a nadie que no viviera en nuestro barrio o estudiara otra cosa que no fuera Derecho, Administración de Empresas o algo del estilo. Aun así, no me sorprende; es imposible que Maia desagrade a alguien. Es pura luz.
—Muy bien, mamá. —Me separo de ella para coger una manzana de la nevera—. Su cara de ilusión al verme ya hace que haya valido la pena esta escapadita.
Veo cómo intenta reprimir una sonrisa mientras abre la boca para hablar. No obstante, mi hermana se le adelanta.
—¿Puedo ser la dama de honor cuando os caséis?
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Digamos que para siempre
Roman d'amourA lo largo del último año, MAIA ha aprendido que hay un momento en el que toca dejar de leer historias y empezar a vivirlas, y está segura de que su etapa de esconderse tras las páginas de un libro ha terminado. Su primera misión es sobrevivir a es...