MARCUS
No logro ocultar mi sorpresa al ver a Adrián llegar al campo de entrenamiento acompañado por un adulto. Desde el otro día sentía un continuo nudo en el pecho cuya presencia se hacía más fuerte cuando pensaba en este niño yéndose solo a casa. No era tanto el hecho en sí, sino el motivo que podía haber detrás.
Me acerco a trote, acelerando la marcha al percatarme de que se está alejando, tras darle un abrazo a Adrián e indicarle que vaya preparándose con los demás.
«Ah, no. Tenemos que hablar», pienso.
—¡Disculpe! —exclamo, consiguiendo llamar su atención y que se gire, deteniendo el paso.
Me dirige una mirada extrañada cuando me planto frente a él; una mezcla de condescendencia y curiosidad. Por un momento, veo a mi padre en él. Al menos, a mi padre hasta hace poco, antes de que comenzara a bajar sus estándares respecto al mundo en general.
—¿Es usted el entrenador de mi hijo? —pregunta. La gravedad de su voz reverbera por mi cuerpo, y eso que no parece muy mayor. No obstante, la seriedad de su porte, acompañada por su entrecejo fruncido y el traje hecho a medida, le proporcionan el aspecto de un magnate empresarial mucho menos joven.
Asiento, porque me he quedado bloqueado momentáneamente.
—Entonces es el culpable de que, de ahora en adelante, tenga que dejar mi oficina para traerle a esta extraescolar. —Trata de no delatar sus emociones manteniendo un gesto serio, pero en sus ojos detecto un atisbo de ira.
Bien, es posible que la preocupación no dejara de carcomerme la cabeza y decidiera hablar con el director de la escuela sobre este caso. De todas formas, Adrián supera la edad hasta la cual se exige a los padres acompañar a los hijos al colegio, por lo que solo metió un poco de presión. Una reunión con este hombre y algo de psicología inversa para hacerle sentir el mínimo resquicio de remordimiento y aquí está, trayendo a su hijo.
—Tan solo considero que a los alumnos les viene bien sentirse apoyados y esto contribuye enormemente a ello, mucho más de lo que pensamos.
No responde, tan solo se me queda mirando de una forma un tanto curiosa que no termino de identificar, hasta que le salta una llamada y la cuelga inmediatamente. Pese a este gesto, sé que no tengo mucho tiempo, así que decido ir directo al grano.
—Señor Ortiz, en realidad me gustaría hablarle de su hijo.
La arruga de su frente se profundiza todavía más, lo cual no pensaba que fuera posible.
—¿Acaso no lo estamos haciendo ya?
—Me refiero a su rendimiento en el campo de juego. —Continúo antes de que malinterprete la situación y replique—. Me ha informado de que es la primera vez que juega en un equipo y, acompañado por el factor de lo joven que es, no puedo evitar pensar que, con la preparación suficiente, podría llegar lejos. Muy lejos.
El hombre que tengo delante tan solo se limita a mirarme como si estuviera de broma y girarse a ambos lados por si hubiera una cámara oculta. Parece incluso que trata de contener una carcajada sarcástica.
—¿Está tratando de decirme que quiere que Adrián se dedique a esto?
Ignoro la forma en la que ha pronunciado la última palabra, despectivamente.
—Le estoy ofreciendo la posibilidad de sacarle el máximo potencial a su hijo porque tiene un don. —Intento ser lo más cordial posible, dada la situación y el enfado que va creciendo en mi interior—. Podemos conseguir que vengan ojeadores a verle jugar a final de curso; yo mismo podría prepararle, aunque tendría que entrenar todos los días y no solo tres a la semana como los demás.
ESTÁS LEYENDO
Digamos que para siempre
RomantizmA lo largo del último año, MAIA ha aprendido que hay un momento en el que toca dejar de leer historias y empezar a vivirlas, y está segura de que su etapa de esconderse tras las páginas de un libro ha terminado. Su primera misión es sobrevivir a es...