La Cosecha

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Desperté con la luz gris filtrándose por las rendijas de la ventana rota, y el frío de la mañana abrazando la pequeña habitación. El viejo colchón de paja crujió bajo mi peso mientras me enderezaba. A mi lado, mi hermana Sandra, de apenas doce años, seguía profundamente dormida, con su pequeña figura envuelta en una manta remendada mil veces. Su cabello rubio estaba despeinado, y abrazaba con fuerza a Taylor, nuestro gato, un animal tan flaco que apenas parecía estar vivo. El pelaje polvoriento de Taylor era lo último que me preocupaba, pero Sandra lo adoraba, así que me había acostumbrado a su presencia.

Me levanté con cuidado, no quería despertarla. El aire en el Distrito 12 siempre olía a polvo y carbón, incluso a primera hora de la mañana. Caminé descalzo hasta la esquina donde teníamos una pequeña caja de madera, de la que saqué una rebanada de pan duro de la noche anterior. Era todo lo que había para el desayuno, pero ya estaba acostumbrado.

Papá solía decir que, para sobrevivir en este mundo, uno tenía que ser como el fuego: consumir todo a tu paso, pero siempre cuidando de no extinguirte. Lo decía antes de que la mina lo consumiera a él. Ahora, la carga de cuidar de Sandra y mamá recaía sobre mí.

Mamá, por su parte, permanecía en silencio la mayor parte del tiempo, ausente, con los ojos vacíos desde que papá murió. Había dejado de ser la mujer alegre que recordaba. Yo había tenido que aprender a cuidar de Sandra, a mantenernos vivos. Fue por eso que, contra todas las reglas, empecé a aventurarme más allá de la valla, hacia el bosque. Allí, en el corazón de lo prohibido, aprendí a cazar.

Cogí el arco y las flechas que había fabricado con mis propias manos y salí de la casa en silencio, con el estómago vacío, como de costumbre. El aire de la mañana era frío, pero lo agradecí. A lo lejos, vi a Javi ya esperándome en el punto de encuentro. Nos habíamos vuelto inseparables en nuestras cacerías, compartiendo no solo la comida, sino el peso de las vidas que teníamos que proteger.

—Llegas tarde —dijo Javi con su habitual sonrisa ladeada, pero sin dureza en su voz.

—Sandra tuvo una pesadilla anoche —le respondí mientras ajustaba mi arco—. ¿Listo para otro día?

Javi asintió, y juntos nos adentramos en el bosque, lejos de los ojos vigilantes de los agentes de paz. Aquí, entre los árboles, el mundo parecía diferente. Libre. Sin el Capitolio, sin la pobreza constante. Cada mañana que pasaba aquí cazando, sentía una chispa de libertad, aunque sabía que solo era una ilusión.

Mientras caminábamos, charlábamos en voz baja sobre las cosas de siempre: los Juegos del Hambre, que pronto comenzarían, y la inminente Cosecha. La Cosecha siempre era una sombra que se cernía sobre todos nosotros. Dos tributos, un chico y una chica, seleccionados para luchar a muerte en una arena, todo para el entretenimiento del Capitolio y para recordar a los distritos que no debían rebelarse.

—¿Estás nervioso por la Cosecha? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Mi nombre está en las papeletas 42 veces este año —dijo Javi, con una nota de amargura en la voz—. Lo único que puedo hacer es esperar que no salga.

Mi corazón se encogió. Yo también tenía varios papeletas debido a las teselas, esas raciones extra que aceptaba para mantener a mi familia alimentada. Sandra solo tenía una. Con solo doce años, aún estaba a salvo... o eso quería creer.

El día pasó rápido entre la caza y las pocas risas que logramos arrancarnos. Conseguimos una buena presa: un par de conejos y algunas bayas que podíamos intercambiar en el Quemador, el mercado negro del distrito. Era lo suficiente para mantenernos unos días, pero nunca duraba mucho.

Cuando volvimos al distrito, el sol ya estaba empezando a ponerse. El bullicio de la Cosecha era palpable. Había un aire de miedo y anticipación entre las familias que, como la mía, dependían de la suerte para evitar que sus hijos fueran enviados a los Juegos.

The great warDonde viven las historias. Descúbrelo ahora