Habían pasado días desde que encontramos aquel pequeño lago. Días en los que el dolor en mi costado había disminuido lo suficiente como para moverme con más soltura, aunque no completamente. Seguíamos avanzando, siempre alertas, siempre en movimiento. Juanjo y yo habíamos estado más cercanos que nunca. Cada noche, cuando hacíamos guardia juntos, nuestras conversaciones se volvían más profundas. A veces, ni siquiera hablábamos. Era como si todo lo que necesitábamos decir estuviera en el silencio entre nosotros.
Sin embargo, no todo era tan tranquilo. Chiara se mantenía distante, y había una clara tensión en el aire. Sabía que estaba celosa de la cercanía que tenía con Juanjo, aunque nunca lo decía directamente. Cada vez que compartíamos una mirada o un gesto de complicidad, podía ver cómo ella fruncía el ceño, su descontento cada vez más evidente.
—Deberíamos mantenernos alerta —dijo Ruslana, siempre práctica, mientras caminábamos por una amplia pradera sin árboles. El sol golpeaba fuerte, y el aire estaba cargado de tensión. No nos gustaba estar tan expuestos.
—Aquí somos objetivos fáciles —añadió Bea, su voz nerviosa mientras sus ojos barrían el horizonte—. No hay dónde esconderse si algo sale mal.
El aire estaba tan cargado que parecía vibrar, pero no había señales inmediatas de peligro. Al menos no hasta que las vimos.
Dos figuras en la distancia, caminando por el otro lado de la pradera. Las reconocí al instante: Denna, del Distrito 3, y Ángela, del Distrito 2. Las mismas que habían acabado con la vida de Laura, la compañera de Juanjo. La rabia en sus ojos era palpable al instante. No hizo falta decir nada.
Juanjo apretó los puños y dio un paso adelante, su cuerpo tenso como un resorte listo para saltar.
—No lo hagas —le advertí en voz baja, sabiendo lo que vendría a continuación.
Pero fue inútil. Juanjo comenzó a correr hacia ellas, con el odio pintado en cada movimiento.
—¡Juanjo! —grité, intenté alcanzarlo, pero él ya estaba demasiado adelantado.
Denna y Ángela también se dieron cuenta de nuestra presencia. Se giraron hacia nosotros, intercambiaron miradas y se prepararon para enfrentarse. Ruslana y Bea estaban a mi lado, listas para pelear si era necesario, pero algo en el aire cambió de repente. El suelo bajo mis pies tembló, un temblor bajo, profundo, que resonaba en mi pecho.
—¿Qué es eso? —preguntó Bea, con los ojos abiertos de par en par.
Antes de que pudiera responder, los vi. Una manada de rinocerontes, enormes y salvajes, corriendo desde un costado de la pradera, su paso resonando como truenos en la tierra. Se dirigían hacia nosotros a toda velocidad, sus cuernos reluciendo bajo el sol.
—¡Corre! —gritó Ruslana, y comenzamos a huir en dirección opuesta.
Pero Juanjo no paraba. Seguía corriendo hacia Ángela y Denna, completamente cegado por la venganza. Intenté alcanzarlo, pero era imposible. Estaba demasiado concentrado en su objetivo. Mientras las dos chicas también corrían, las vi mirar hacia atrás y darse cuenta del peligro que se aproximaba.
Ángela, confiada y arrogante, intentó esquivar la estampida, pero fue demasiado lenta. Uno de los rinocerontes la embistió de lleno, lanzándola al aire. Su cuerpo cayó pesadamente, y antes de que pudiera levantarse, otro rinoceronte la pisoteó sin piedad. Su grito se apagó rápidamente, su vida arrebatada en un instante por la brutal fuerza de los animales.
El horror en la cara de Denna fue evidente, pero no se detuvo. Corrió tan rápido como pudo, alejándose del caos.
Mientras tanto, Juanjo no fue lo suficientemente rápido. Un rinoceronte pasó peligrosamente cerca de él, y aunque logró esquivar el golpe principal, el impacto fue lo suficientemente fuerte como para lanzarlo contra unas rocas. El golpe fue seco, y pude ver cómo se doblaba sobre sí mismo, agarrándose la pierna, la misma que había quedado atrapada al principio de los Juegos.
—¡Juanjo! —grité, mi voz rompiéndose mientras corría hacia él.
Ruslana y Bea corrían también hacia él, mientras los rinocerontes seguían su camino, alejándose de nosotros y dejando un caos de polvo y destrucción tras de sí. Cuando llegué a su lado, Juanjo estaba consciente, pero el dolor en su rostro era claro. Se agarraba la pierna, su respiración entrecortada.
—Estoy bien... estoy bien... —dijo entre dientes, aunque era evidente que no lo estaba.
Me dejé caer a su lado, mi corazón latiendo a mil por hora. No pude evitar sentir pánico al verlo en ese estado, otra vez herido.
—¿Qué demonios estabas pensando? —le dije, mi voz temblando de miedo y rabia—. ¡Casi te matan!
Ruslana revisaba su pierna rápidamente, mientras Bea miraba a su alrededor, asegurándose de que la zona estaba despejada.
—Tiene una contusión —dijo Ruslana, su voz firme pero preocupada—. Nada roto, al menos eso parece, pero no podrá moverse bien durante un tiempo. Necesitamos encontrar un lugar donde esconderlo y curarlo.
Miré a Juanjo, que me miraba con los ojos entrecerrados por el dolor. La adrenalina en mi cuerpo estaba bajando, y el miedo comenzaba a asentarse. Había estado tan cerca de perderlo... otra vez.
—Lo siento —murmuró Juanjo, con un esfuerzo visible por no dejar que el dolor lo venciera—. Solo... tenía que vengar a Laura. No podía dejarlo pasar.
—Lo sé —le respondí suavemente, tomando su mano y apretándola—. Pero no puedes seguir haciendo esto. No podemos seguir así. Te necesito conmigo, no... —Me detuve, mi voz rompiéndose un poco—. No puedo perderte.
Él me miró, y en ese momento, algo cambió. El miedo y la desesperación de los Juegos nos habían puesto en esta situación, pero también nos habían unido de una forma que no podía negar. Juanjo era todo para mí en esta arena. Mi ancla, mi razón para seguir luchando.
Chiara llegó un poco después, visiblemente molesta. Su ceño fruncido hablaba por sí solo.
—Esto es ridículo —dijo, lanzando una mirada fría hacia Juanjo y hacia mí—. Estamos aquí arriesgando nuestras vidas, y tú, Martin... sigues poniéndonos a todos en peligro por tus sentimientos.
Quise responder, pero no tenía fuerzas. Todo lo que podía pensar era en cómo proteger a Juanjo y sacarlo de allí con vida.
Bea levantó la mirada hacia el cielo. El sol seguía fuerte, pero el día estaba lejos de acabar. No había tiempo para descansar.
—Tenemos que movernos —dijo, con su habitual tono pragmático—. Nos recuperamos en marcha. Aquí no es seguro.
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The great war
General FictionEn el Distrito 12, la vida de Martin Urrutia ha estado marcada por la pobreza, el hambre y la responsabilidad de cuidar a su hermana menor, Sandra, desde la trágica muerte de su padre. Cuando llega la temida Cosecha, su mundo da un vuelco al escucha...