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Para Park Sunghoon, estar rodeado de peligro no era una novedad, sino parte de su rutina diaria. Desde su infancia había estado inmerso en un mundo donde la violencia y el poder absoluto eran la norma. No sólo acompañaba a su padre en viajes de negocios y reuniones secretas, sino que también estaba presente en cada misión y en cada operación clandestina. Desde los rincones más oscuros de las ciudades hasta las mansiones más espléndidas, Sunghoon había visto de todo.

A sus 24 años, Sunghoon era un hombre imponente, formado en el fuego y la sangre desde el momento en que había aprendido a caminar. Su destino había sido sellado desde siempre: sería el Alfa jefe de la mafia más poderosa de Asia. Cada lección, cada entrenamiento, había sido orientado a un solo propósito: prepararlo para heredar el gran imperio de su padre. Seung-o, un hombre de hielo, cruel y calculador, siempre le había inculcado que el mundo estaba a sus pies, que no había nada ni nadie que pudiera detenerlo. Y Sunghoon, con su mente afilada y sus habilidades letales, sabía que era cierto.

La dinastía Park reinaba sobre el continente como si fuera de su propio dominio. Ninguna otra familia tenía tanto poder, tanto control sobre el mundo criminal de Asia. Eran los reyes indiscutibles de un reino sombrío. Desde joven, Sunghoon había aprendido a manejar armas con la destreza de un veterano, a luchar cuerpo a cuerpo hasta el agotamiento, e incluso a torturar sin vacilar. Lo hacía con la precisión de un cirujano y la frialdad de un cazador. No había espacio para la duda ni para la debilidad en su mundo. Cada vez que atrapaban a un traidor o a un miembro de otra dinastía, Sunghoon era el encargado de dictar cómo se llevaría a cabo la ejecución. Y si el día lo favorecía, él mismo se encargaba de la tarea, sin un atisbo de remordimiento.

La figura de su madre había sido siempre un vacío en su vida. Su padre se refería a ella con desdén, llamándola "una Omega cobarde que nunca aceptó a su propio cachorro." Esas palabras se habían clavado profundamente en el joven Sunghoon, moldeando su percepción de la mujer que le había dado la vida. Para él, su madre no era más que una sombra que no merecía su tiempo ni su atención. Creció creyendo que ella lo había abandonado, que no lo había querido, y eso le daba igual. Sunghoon no sentía ninguna necesidad de buscar respuestas o redención en esa historia. Él era un Park, y eso era lo único que importaba.

En ese preciso momento, sentado en su oficina, Sunghoon revisaba las fotos de sus rivales más recientes: la dinastía Tseo. Sus ojos se entrecerraron mientras analizaba cada rostro, cada expresión. Conocía bien a sus enemigos, y sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que él, como siempre, tuviera la última palabra.

—Joven Park. —llamó León, su guardaespaldas personal, con un tono de respeto mezclado con cautela. Sabía que Sunghoon no era alguien con quien se pudiera jugar cuando estaba enfocado en algo. —¿Está seguro de que esto es obra de los Tseo?

Sunghoon no respondió de inmediato. Sentado detrás de su escritorio, sus ojos fríos y calculadores seguían fijos en las fotos de los involucrados en el atentado. Las imágenes mostraban rostros endurecidos, vehículos blindados, y la escena del ataque. Un ataque que él mismo había sufrido. Aún podía sentir el peso de la bala que había perforado su costado, un dolor que le recordaba que debía actuar con rapidez y precisión.

Finalmente, tras un largo silencio, Sunghoon habló con voz baja pero firme.

—Son balas de su calibre. —dijo, levantando una de las fotos donde se veía una bala incrustada en la pared. —Y el modo en que se llevaron a mis hombres, la brutalidad, la precisión... —sus ojos se estrecharon al observar otra foto. —Todo esto grita el nombre de los Tseo.

León asintió, aunque su preocupación no disminuyó. Sabía que la situación era delicada y que actuar precipitadamente podría desatar una guerra sin precedentes entre las dinastías.

FATED - JakeHoon - Donde viven las historias. Descúbrelo ahora