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《𝘊𝘐𝘛𝘠 𝘈𝘙𝘊》
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El silencio reinaba en la oscuridad viscosa. Yami abrió los ojos, pero no podía ver nada más que la vasta negrura que la rodeaba. A medida que su vista intentaba adaptarse, un brillo siniestro comenzó a aparecer en la distancia, un destello rojo, inquietante... ojos. Eran varios, pequeños y grandes, todos ellos observándola con fijeza, como si esperaran algo de ella. Sus pupilas rojas ardían como brasas, fijas en su figura.
𝐘𝐚𝐦𝐢...
Las voces la llamaban, pero no sonaban humanas. Eran profundas, distorsionadas, como si cada palabra fuera un eco que atravesaba la oscuridad misma. Sentía su piel erizarse con cada susurro, y su respiración se volvió errática cuando notó que los ojos no estaban quietos... se acercaban rápidamente hacia ella.
Intentó moverse, pero de inmediato escuchó un sonido metálico. El peso en sus muñecas la hizo mirar hacia abajo. Cadenas. Gruesas y oxidadas, estaban enrolladas alrededor de sus manos, sujetándola con fuerza. Su corazón comenzó a golpear con fuerza contra su pecho, y su mirada frenética bajó hacia sus pies.
Ahí, al final de una de las cadenas, estaba él. O al menos, lo que quedaba de él. Ryu. Pero no era el tío que recordaba. Su piel estaba pálida, putrefacta, con pedazos colgando de su rostro, revelando carne descompuesta. Sus ojos eran huecos, negros como el vacío, como si las cuencas se hubieran desprendido por completo de sus órbitas. Al abrir la boca, un hedor a podredumbre llenó el aire, y de su garganta escapó un sonido desgarrador, como un crujido de huesos.
Yami gritó con desesperación, intentando liberarse de las cadenas, pero no podía. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras veía cómo el cuerpo descompuesto de Ryu la sujetaba con más fuerza.
¿𝐏𝐨𝐫 𝐪𝐮é 𝐧𝐨𝐬 𝐚𝐛𝐚𝐧𝐝𝐨𝐧𝐚𝐬𝐭𝐞, 𝐘𝐚𝐦𝐢?
Esa voz... no era la de Ryu. Giró la cabeza, y lo que vio hizo que su sangre se helara aún más. Desde el suelo negro y viscoso, una masa oscura comenzaba a levantarse, cubriendo su torso, como si la negrura misma estuviera devorándola. Sus padres emergieron del barro, pero no como los recordaba. Sus cuerpos estaban carbonizados, ennegrecidos hasta quedar irreconocibles, con la piel cuarteada y las bocas abiertas en un grito eterno. Solo sus ojos brillaban, rojos como las llamas que los consumieron.
