10 - Entrelazar dedos (Elza x Jack)

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La escarcha formaba hermosos patrones en el marco de la ventana. Elza miraba hacia afuera con una paciencia deslumbrante, como si esperara a algo. Era tan delicada la nieve en su estado natural, aquella que no surgía de su propio poder. Parecía un manto blanquecino sobre la madera de las casas humildes. Era un cuadro digno de apreciar.
Escuchó tocar a la puerta de su cuarto. Sonó la voz cantarina de Ana que entonaba la frase "¿Y si hacemos un muñeco?".
– Sí, hagan otro. Se me antoja un gemelo. – agregó Olaf.
Elza abrió la puerta, dejándolos pasar a ambos y a Kristoff.
– Te has lucido hoy, ¡Qué nevada tan... nevada! – exclamó el muñeco, emocionado.
La reina negó con la cabeza, dando a entender que aquello no había sido obra suya.
– Es tan hermoso, parece una obra de arte. – dijo Ana, con admiración.
Kristoff se quitó el gorro de la cabeza, y le sacudió un poco de hielo.
– De niño, me decían los trolls que esas nevadas las hacía Jack Frost.
– Mis padres también me contaban esa historia. Llegué a creer en algún momento que la habían inventado para ocultarme los poderes de Elsa. – agregó Ana, pensativa.
Olaf empezó a dar saltos, y a pedir que le dijeran quién era ese tal Jack Frost. Elsa se volvió a sentar junto a la ventana, con aire de anhelo, comenzó a hablar.
– Una vez lo ví en persona.
Kristoff se rió.
– En serio, con lo mayorcita que estás crees en eso.
Ana mandó a hacer silencio, pues tenía curiosidad. Desde el incidente en el baile y la escapada de Elsa a la montaña, Ana se había vuelto incluso más crédula, pues había visto de todo: trolls, gigantes de hielo, muñecos parlantes...
La historia de Elsa se remontó a un invierno de su niñez. La vocecita constante de Ana tras la puerta, pidiéndole salir, le resultaba agobiante. Quería y anhelaba dejarse llevar por la alegría de un juego con su hermana, pero simplemente no podía. Cada vez era más difícil controlar su don, y tan solo el hecho de recordar el incidente de años atrás, la hacía sentirse aterrada.
Cuando, por fin la voz de Ana se fue a resonar al salón de los cuadros. La niña Elsa se sentó junto a la ventana. Miró el paisaje invernal, tan frío, tan solitario... pero que la llamaba. Le quedaba aún el antiguo sabor de esos días de diversión en la nieve, que jamás se volverían a repetir. Se sentía responsable por su situación actual. Estaba encerrada, pero lo merecía, por haber hecho daño a Ana. Ya no tenía derecho a disfrutar con tranquilidad de un día de nevada. Con estos pensamientos en mente, unas lágrimas se congelaron en sus mejillas.
Trató de controlarse, sabía que debía ser más madura. Se acercó a una pequeña estantería de su habitación, con la esperanza de encontrar un libro que la distrajera. La colección era una broma cruel del destino, solo habían puros libros de invierno, como el cuento de navidad de Charles Dickens. Tomó el primer cuento que se encontró, y se dió cuenta de que había agarrado el libro de Jack Frost.
Regresó junto a la ventana, y ahí se sentó a leer. Se le hacía fascinante y a la vez desgarrador leer sobre un chico que llevado por la libertad del viento, dejaba patrones helados en varias partes del mundo. Un joven que vivía sin miedo de herir de alguien más, cuyas fronteras no se encontraban en la habitación de un castillo, sino en los límites del mundo en sí mismo.
Un toque en la ventana llamó su atención. Algo curiosa, la abrió. Un viento helado la golpeó en la cara. Entonces, como si fuera una ilusión, le pareció ver la imagen de un chico que danzaba en el aire, dejando un rastro de nieve por donde pasaba. Se confundía su cabello con las copas blanquecinas de los pinos. Llamaban la atención su chamarra azul y un bastón de madera en su mano. El chico paró en la ventana de la habitación.
– ¡No te acerques! – exclamó Elsa.
– ¿Por qué? – preguntó él en un tono juguetón.
– Te puedo hacer daño...
– Vamos, el hielo no hace daño al hielo. – respondió él, haciendo un gesto con sus manos. Un humillo frío se elevó de sus yemas.
Elsa quedó impresionada.
– ¿Tienes el mismo poder que yo?
– Pues claro, ¿Quién más lo tendría sino Jack Frost?
La niña se rió, aquello le parecía divertido.
– Así que eres el auténtico Jack. Te envidio, eres tan libre...
– Tú también pudieras ser libre, si quisieras.
– Ay, no. Volvería loca a mi familia, y lo que es peor, podríar lastimar a alguien. – contestó, bajando la mirada.
– En el mundo he conocido un montón de niños, pero nunca ninguno que tenga miedo de sí mismo... No, es inconcebible. No puedes convertirte en tu propia pesadilla.
Ella se quedó callada.
– Mira, todo estará bien, ¿Sí? Quizás no te sientes lista, pero sabrás hacerlo, porque eres valiente – dijo Jack con un guiño en el ojo.
– ¿Y si no lo consigo?
– Lo harás, porque creo en ti, ¿Tú crees en mí? – preguntó el chico.
Elsa sonrió un poco y asintió.
– Hagamos una promesa. – comenzó a decir aquel, mientras extendía su dedo. – Cuando seas libre, vendré a visitarte otra vez, mientras tanto, no dejes de creer en mí, y yo no dejaré de creer en ti.
La niña también extendió su dedo, y los entrelazaron, creando una nueva promesa helada.
– Desde entonces no lo volví a ver. – dijo Elsa, en un tono bajo.
Kristoff se seguía riendo. Ana le dió un codazo. El grupo decidió reunirse en el comedor, Elsa quiso alcanzarlos después. Cuando estuvo sola, pensó un poco. Era cierto que cada primer día de invierno desde entonces, se había dedicado a mirar por la ventana, a ver si lograba visualizar a Jack, sin éxito, pero esta vez había tenido una esperanza particular.
Asomándose otra vez por la ventana, creyó verlo deslizarse entre la nieve, hasta sentarse junto a su ventana. Él la saludó con la misma sonrisa juguetona de aquel entonces.
– ¿Quieres jugar?
La reina asintió con la cabeza.

Amores singulares - FluffTober 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora