14 | Los segundos finales

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Massiel recordaba con mucha claridad como había empezado todo.

Fue un largo verano y sus padres, quienes trabajaban ocho horas diarias, decidieron que lo mejor para todos era apuntarlos en algún deporte que los hiciera gastar la batería durante el día.

Para Martín la natación fue algo natural.

El agua y él habían sido uno desde que era bebé.

Berreaba cada vez que su mamá lo sacaba de la tina después de bañarlo y pasaba casi todo el día chapoteando en la piscina infantil que ponían en el porche delantero.

Aprendió a nadar a los tres años y a los cuatro ya era todo un pez en el agua.

Entrar a un equipo de natación era el paso más natural, pero el niño tuvo que esperar un par de años hasta que sus padres, quienes vivían bastante justos, ahorraron lo suficiente para costear las clases semanales.

Y cuando eso pasó, se dieron cuenta de que les quedaba una niña con mucho tiempo libre en casa.

Probó natación por dos días y odió el cloro de la piscina. Luego intentó con ballet, pero se le hizo aburrido después de una semana.

Fútbol, béisbol, sóftbol e incluso karate. Conectaba con ellos los primeros días, pero perdía el interés. Su armario se llenaba de equipos deportivos de un solo uso mientras que la pared de su hermano empezaba a llenarse de medallas y reconocimientos de competencias locales.

Cuando casi habían perdido las esperanzas, la maestra de educación física decidió desempolvar las colchonetas de gimnasia porque no tenía idea de qué más hacer para entretener a un grupo de quince niños y Massiel no tardó en lucirse dando vueltas. Yasmani Moreno de Miranda pensó que no estaría mal intentarlo una vez más, aunque también estaba segura de que terminaría como los intentos anteriores.

Desde el primer momento en el que pisó el gimnasio del club Shooting Stars, supo que había encontrado su lugar entre las colchonetas, barras y el magnesio.

Uno que costaba un ojo de la cara para sus padres entre las clases, los leotardos y gastos adicionales. Pero que estuvieron dispuestos a sacrificar cuando vieron esa gran pasión en el rostro de su hija. La gran sonrisa que hizo cuando logró completar un giro de espaldas.

Era algo mayor y alta para empezar, así que tuvo que esforzarse el doble e incluso el triple para llegar a donde estaba.

A ese gran momento.

Massiel tomó un suspiro y retomó sus calentamientos mientras echaba un vistazo a su alrededor. Algunas chicas se maquillaban, otras estaban hablando entre susurros con sus entrenadores y una que otra estaba tirada sobre una banca con los ojos cerrados, rezando.

Algo que le pareció bastante justo teniendo en cuenta ese ambiente tan tenso que las rodeaba, uno que ellas mismas causaban por la presión que cargaban sobre sus hombros.

Massiel dejó de creer en la iglesia cuando supo que condenaba a personas como ella y su hermano por algo tan simple como enamorarse, pero se dijo a sí misma que no perdía nada con intentar veinte minutos antes de su turno.

Así que cerró los ojos y pidió lo que quería en su cabeza.

Al abrirlos, al otro lado de la zona de calentamiento, se topó con la mirada de Marceline Dupont.

Para ese día había optado por su look distintivo. Un delineado negro que resaltaba la forma almendrada de sus ojos y un rojo tan intenso que dejaba en claro que no le molestaría hacer correr sangre con tal de ganar.

Y lo había hecho, con su nombre encabezando la tabla de posiciones por encima de las estadounidenses y las brasileñas. La prueba de ello eran las dos medallas de oro de los aparatos de salto y viga que habían pendido de su cuello horas atrás.

Massiel lo vio todo desde las pantallas.

El leotardo de pedrería roja destellando bajo los reflectores, con esas líneas acrobáticas tan perfectas como su manicura francesa y su cabello después de desafiar las leyes de la física en cada movimiento. Y aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no tardó en volver a sentirse como lo hizo esa madrugada dos años atrás.

Esa mezcla de fascinación y envidia que llenaba su pecho a medida que la rutina avanzaba, con esos momentáneos momentos en los que un apenas imperceptible tambaleo la hacía clavar las uñas en el sillón de la sala y ese momento en el que genuinamente se alegró por ella.

Porque le pareció una de las cosas más hermosas que había visto en su vida.

Massiel se preguntó por un segundo cómo habrían sido las cosas si ella siguiera cegada por esa admiración de dos años atrás. Si Marceline nunca hubiera soltado ese comentario despectivo y si su primer encuentro hubiera sido parecido al de su hermano y Elliot.

¿Serían amigas? ¿Se odiarían de la misma forma que en ese momento? ¿Habría algo más entre ambas?

Pero esos tal vez ya no tenían ninguna importancia.

Aquel día eran dos rivales tras el mismo objetivo. Un puesto en el podio, una medalla de oro. Ver quién podía llegar más alto.

Así que, a pesar del nerviosismo que hacía mella en su estómago, Massiel le sostuvo la mirada.

Y le regaló una sonrisa.

Una que decía: rétame

Bailando con las manos atadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora