5 | Su orgullo y el mío

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Rebecca Christiansen había tenido una carrera que podía considerarse bastante larga dentro del mundo de la gimnasia.

Había pisado el podio desde que tenía memoria, se había inclinado para recibir esa preciada medalla de bronce con los anillos olímpicos y su rostro había llegado a estar en los anuncios que cubrían las calles de su natal Ontario.

Pero las cosas llegaban a su fin y dentro del mundo de la gimnasia eso solía ocurrir antes de cumplir los treinta años, por lo que la constante incertidumbre empezó a ocupar sus pensamientos en cada instante.

O al menos lo hizo hasta una mañana, durante la que sería su última competencia, donde vio como una chica un poco alta para ser gimnasta entraba a la línea de salto. La pedrería de su leotardo naranja destellaba bajo las cegadoras luces blancas de la arena, algunos mechones de su cabello empezaban a escaparse del moño y la sombra café de sus ojos combinaba con su labial rojo.

En la pantalla podía leer el nombre de Massiel Miranda, junto a una bandera que reconocía porque su abuela materna la tenía en sus juegos de vajilla para recordar la tierra que había dejado hace mucho tiempo.

La vio sacudir sus manos para deshacerse de la magnesia suelta, afirmar los pies sobre la pista de aterrizaje y murmurar en silencio como si estuviera repitiéndose a sí misma la rutina que haría.

Y luego la hizo.

Entrada con buena altura, giros tan precisos como si de una gimnasta élite se tratara y sin perder en ningún momento la línea de su figura. Becky pensó que así debía verse la gimnasia artística, hermosa, llena de fuerza y con ese toque peculiar de gracia que tenían sus torpes aterrizajes.

Había potencial. Había emoción. Había un carisma que no recordaba haber visto dentro de la arena en mucho tiempo.

Le hizo recordar la razón por la que se enamoró el deporte y también darse cuenta de que no quería alejarse del deporte, pero tampoco tenía energía para seguir participando.

—Y ahora estoy aquí —murmuró mientras observaba a Massiel sobre la viga de equilibrio y sonreía con orgullo—. Conociendo a mi sucesora.

Amir, quien acababa de regresar al recinto de entrenamiento con dos botellas de agua, le dio una mirada a la entrenadora.

—¿Dijiste algo?

—Creo que Massiel puede ganar algo.

—Es lindo que mantengas su espíritu, pero recuerda ponerle los pies en la tierra —comentó, observando como realizaba un salto hacia atrás con un pequeño desequilibrio al aterrizar—. Llevo trabajando con ella cuatro años y no se toma muy bien sus derrotas.

Becky le dio una mirada de reojo y una sonrisa se escapó de sus labios.

—Hablas como un hermano mayor —Cruzó los brazos sobre su pecho—. Lo digo en serio, sus movimientos son más fluidos y ha pulido mucho su ejecución desde los Panamericanos y... está enojada.

—¿Enojada?

Becky recordó esa mirada poco sutil cuando ellas llegaban y el equipo francés se retiraba de regreso al hotel. Esa misma mirada llena de ferocidad de esa competencia estaba sobre la gimnasta francesa que la había desairado la noche anterior.

—Sí. Quiere demostrar algo y hará todo lo que esté en sus manos para hacerlo —respondió sin quitar la mirada de las arabescas—. Mi entrenador solía decir que dejáramos las emociones fuera de la arena, pero a veces la pasión es el mejor combustible para la competencia.

Amir no estaba muy seguro de sus declaraciones, pero no pensaba desestimar sus decisiones después de haber recorrido la senda de la victoria durante el último año.

Bailando con las manos atadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora