Mecanismos de defensa | Maxley.

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Bradley's POV

Tenía 11 años la última vez que vi a mi madre. No estaba muerta ni nada por el estilo, me había abandonado para huir de mi padre, lo cual era mucho más doloroso que una posible muerte. O al menos eso es lo que yo creía. 

Mi padre, un hombre de negocios siempre sumergido en el trabajo. A medida que crecí siempre quise tener más atención de su parte, pero a los 9 años entendí que no toda la atención era buena, y la suya era como lidiar con el mismo diablo. Yo no era muy listo ni social, tampoco atlético, y eso era algo que frustraba a mi padre. 

— Eres un Uppercust, Bradley, actúa como tal.

Aquella mirada de decepción, aquel tono de furia, aquel cinturón de doble hebilla que siempre se incrustaba en mi piel. La combinación de cada uno de estos detalles ardían en mi estómago constantemente. Nunca fui un niño expresivo, pero poco a poco me volví más reservado. Mis amigos comenzaron a alejarse de mí, quejándose porque me había vuelto un "nerd", porque ya no hablaba, porque siempre usaba la escuela como excusa para no salir con ellos. 

Los tres años de secundaria fueron difíciles, estaba creciendo, mi cuerpo estaba cambiando y mis emociones estaban siempre al borde de un precipicio. Así es como me sentía siempre. Como si estuviera a la orilla de algo, a un paso de saltar y dejarlo todo sin arrepentimientos; pero siempre había algo que me detenía, y sólo podía admirar el panorama desde una perspectiva cobarde. Eso es lo que era, eso es lo que sentía: yo sólo era un cobarde incapaz de saltar, y también incapaz de retroceder. Sólo me quedaba ahí, estático. Si mi padre me pidiera saltar, lo haría, y si me pidiera retroceder, obedecería. Eso era yo, era los deseos de mi padre. 

Mi reputación era compleja. No hablaba con nadie, pero mi promedio siempre era una puntuación perfecta que daba mucho de qué hablar. Aún así, mi falta de habilidades sociales era un problema; me veía egocéntrico, como si me sintiera superior que los demás, como si no quisiera convivir con gente que no valiera la pena. Y comencé a pensar así. No necesitaba a ninguno de ellos, no necesitaba cerca a personas que no me beneficiaran; no estaba ahí para hacer amigos, estaba ahí para destacar. Alguien tenía que hacerlo, y ese alguien debía ser yo. Y aunque mi actitud era desagradable para los demás, ninguno se atrevía a acercarse a mí o decir algo al respecto, pues mi padre era bastante conocido como un donador importante en la escuela. 

Mi padre, un hombre que sabía lo que el dinero podía hacer. Y esa fue la primera cosa importante que aprendí de él. Alguna vez había tenido un profesor difícil, quien parecía molesto por el simple hecho de reconocer mi apellido y siempre buscaba complicarme las cosas. Mis tareas, mis exámenes, las preguntas que me hacía en el aula de clases; todo era más difícil que lo de los demás, y siempre con un tono lleno de ira reprimida. 

Ira. Un sentimiento que no había tenido el placer de conocer, al menos no en nombre. El ardor en mi estómago, el hormigueo en mi rostro, los abruptos latidos de mi corazón cuando algo me disgustaba, ¿era eso ira? ¿o era algo más? No lo sabía, pero se estaba acumulando. No tenía ni un amigo con quien hablar de eso, tampoco una madre dulce y comprensiva a mi lado, y mucho menos un profesor a quien acudir ante mi falta de opciones. Fue durante mi último año de secundaria, a los 14 años, que me di cuenta de lo solo que me sentía. Sin embargo, estaba tan perdido en mí mismo que no noté que eso era un problema.

No necesito a nadie más, pensaba, sólo me necesito a mí mismo.

Pero yo solo no era suficiente. No lo fue durante los cumpleaños, durante la entrega de reconocimientos, y tampoco cuando me enfermé por la cantidad de estrés que tenía acumulado debido a las entregas finales de mi último año y al examen de admisión de la preparatoria.