—¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé, No sé nada.
—Tu siempre has sido el de las ideas, el cerebro de todo ¿cómo no lo sabes?
—Solo se algo: hemos de irnos de aquí. Nos matarán; o peor, nos maldecirán.
—No puedo creerlo —se lanzó contra el sillón y miró por la ventana la gran cantidad de personas que rodeaban el lugar—, ¿qué pasó con: «Si no puedes gobernarlos con amor, hazlo con temor»? ¿Dónde están esas palabras ahora?
—¿Usted ha ido a una montaña nevada? —el otro afirmó—. Cuando hay una avalancha, nadie puede detenerla; no ay ninguna fuerza que lo haga: ni natural ni humana. ¿Qué desencadena esto? Un sonido, una breve oscilación. La población es igual: siempre está dormida cuando le das de todo en silencio; pero déjale un día sin comer, solo hace falta un incitador para que se forme una avalancha.
—He tenido todo el poder en la palma de mi mano.
—Y aun lo tienes. Aun puedes aplacar a una población enfurecida.
—¿No dices que las avalanchas no pueden detenerse?
—Efectivamente; pero eso sucede cuando nos limitamos al poder terrenal. Piensa en el poder divino.
—¿Y si no funciona?
—Puedes unirte a él —sacó una maleta; cuando la abrió, se vio que su contenido era una pistola y dos balas.
—¿Te iras conmigo?
—Hemos ingresado juntos al poder, es lo más justo —el otro se acercó a la ventana, quiso hablar, su voz se perdía; no era ningún Dios, lloró de importancia. Tomó el arma y la cargó.
—Todo se fue al carajo —se metió el cañón en la boca y disparó. Parte de su cabeza voló por el respaldar de su sillón. Fue difícil mover su cadáver, pero pudo llegar al balcón y botar al vacío el cadáver.
—Allí tienen el cuerpo del corrupto, del maldito. Yo les he librado, yo soy ahora su salvador —alzó las manos, mientras se regocijaba entre los gritos que se entretejían en la noche más estupefacta del siglo.
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Cronicas dispersas
Short StoryCronicas dispersas. Un mundo lleno de algarabia, de tiempos perdidos, de ensueños efimeros.