Capítulo 3: Hoy aprendí a dibujar.

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El sonido del lápiz deslizándose sobre el papel es un eco que resuena en mis entrañas. Cierro los ojos y, de inmediato, la veo: mi hija sentada a la mesa, su risa clara y ligera, mientras intenta dar forma a un sol que siempre acaba siendo un círculo imperfecto, pero lleno de vida. Los rayos de su dibujo se estiran como si buscaran alcanzar algo más allá de nosotros. Esos momentos aún vibran en mi memoria, aunque al abrir los ojos, la cruda realidad vuelve a caer sobre mí como una sombra fría y persistente.

Desperté esta mañana con el peso de la carta aplastándome el pecho. "Siempre me decías que estaríamos juntos para siempre." Las palabras retumban en mi mente como un tambor lejano. ¿Cómo vivir bajo esa promesa? Intento respirar, pero el aire en esta habitación se siente denso, como si la niebla de afuera se hubiera filtrado entre las paredes. Hoy, decido aferrarme a algo distinto. Hoy aprenderé a dibujar.

El día me recibe con la misma niebla opresiva que nunca parece abandonar este pueblo. El frío cala mis huesos, pero lo ignoro mientras camino hacia la plaza. Cada paso sobre las calles desiertas es un recordatorio de la ausencia, pero sigo avanzando. Me detengo frente a una pequeña tienda de arte, cuya puerta entreabierta parece invitarme a entrar. Al cruzar el umbral, el timbre de la entrada resuena suavemente, y el calor del interior me envuelve.

La tienda es pequeña, pero está llena de vida. Colores vibrantes, pinceles de todas las formas y tamaños, lienzos que parecen esperar a ser tocados. Una mujer mayor, de mirada cálida y sonrisa suave, me observa desde el mostrador. Sus ojos parecen comprender más de lo que las palabras podrían decir. Me acerco a una mesa donde un cuaderno en blanco y lápices de colores están esparcidos. Sin pensarlo mucho, tomo asiento.

"¿Te gustaría intentarlo?" me pregunta la mujer, acercándose. Asiento, aunque una parte de mí duda. No tengo el talento de mi hija. No tengo la inocencia. Pero hay algo en el aire que me impulsa. Quizás sea el deseo de sentir algo, de crear algo, aunque solo sea una ilusión pasajera.

Comienzo a trazar líneas, cada trazo cargado de recuerdos. Primero, un círculo para su rostro. Luego, sus ojos, que solían brillar con tanta curiosidad. A medida que el dibujo cobra vida bajo mis dedos, la tienda parece desvanecerse. Solo estamos ella y yo. Puedo sentir su risa, como si cada línea me acercara a esos días felices en que ella corría por el jardín, sus manos manchadas de colores.

Pierdo la noción del tiempo. El lápiz se mueve casi por sí solo, guiado por una necesidad que no logro comprender del todo. Cada detalle que agrego al dibujo es una puerta que se abre a otro recuerdo: su risa mientras intentaba dibujar un gato, la forma en que se mordía el labio cuando estaba concentrada. Por un momento, me permito olvidar que todo eso ya no existe.

Pero como siempre, la realidad regresa. La sonrisa que dibujé en su rostro se siente vacía ahora. Termino con un retrato incompleto, un reflejo de lo que fue, y no puedo evitar sentir un hueco en el pecho. El dibujo me observa desde el papel, como un recordatorio de todo lo que he perdido. ¿Qué sentido tiene esto?

La mujer se acerca en silencio, observando mi trabajo con ojos compasivos. "A veces, el arte es un camino para sanar," dice en voz baja, como si temiera romper el delicado hilo de mis pensamientos.

"No creo que pueda sanar," susurro, mis manos temblando levemente mientras suelto el lápiz.

"No siempre se trata de sanar completamente," responde con ternura. "A veces se trata de recordar. El arte nos permite capturar esos fragmentos que creemos perdidos."

Sus palabras se asientan en mi mente como una semilla. Recuerdos. Eso es todo lo que me queda ahora. Salgo de la tienda con el dibujo entre las manos, sintiendo el peso de lo que representa. No es solo un dibujo. Es un reflejo de lo que fui, de lo que tuve, pero también es un recordatorio de que todavía puedo crear, aunque el vacío sea constante.

De regreso a la posada, la niebla sigue cubriendo el pueblo, pero algo ha cambiado en mí. Llevo el dibujo cerca de mi pecho, como si su peso me anclara. Cuando llego a mi habitación, coloco el dibujo sobre la mesa y lo observo bajo la tenue luz. Sus ojos, aunque incompletos, brillan con una luz que aún persiste. Esa luz, esa chispa que alguna vez iluminó mi vida, sigue ahí, en algún rincón de mi corazón.

La noche cae lentamente, y la habitación se llena de sombras. Pero mientras me siento junto al dibujo, siento que algo ha cambiado. Hoy, no solo aprendí a dibujar; aprendí a recordar sin dejarme consumir. Aunque el dolor siempre estará presente, también lo estará su risa, su amor, sus colores. Y mientras tenga eso, siempre habrá una parte de mí que seguirá viva.


Amor de nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora