Capítulo 12: El Túnel Del Amor

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Todas las conversaciones en el local pararon. El hombre de la moto estaba vestido con una camisa y pantalones negros y un trapo de cuero negro, con un cuchillo de caza atado a su muslo.

Llevaba tonos rojos envolventes, y tenía la más cruel, la cara más brutal que había visto, guapo quizás, pero a la vez de aspecto perverso; con un corte de pelo graso color negro y con las mejillas marcadas de tantas peleas.

"¿Y ustedes niños tienen con qué pagar?", dijo el motorista. "Yo invito". Dijo deslizándose en nuestra mesa, la cual era muy pequeña para él, lo que llevó a Annabeth a quedar pegada contra la ventana.

El miró hacia la camarera, quien lo miraba, y le dijo, "¿Sigues aquí?". Señaló hacia ella, lo que hizo que se ruborizara.

Se giró como si la hubiesen movido, y después se marchó hacia la cocina.

El hombre se quedó mirando a Percy. Luego le dio una mirada a él, pero volvió con Percy.

No se podía ver sus ojos tras las gafas rojas, pero malos sentimientos hirvieron en Draco.

Enfado.

Resentimiento.

Amargura.

Quería pegarle a una pared.

Quería poder pelear con alguien.

¿Quién se creía este tipo?

El tipo sonrió.

"¿Entonces tú eres el chico del viejo Alga Marina, verdad?", dijo.

"¿Y a ti qué te importa?", respondió Percy.

"Percy, él es...", empezó Annabeth, pero el hombre levantó la mano.

"Está bien", dijo. "No me molesta un poco de actitud. Mientras tú recuerdes quién es el jefe. ¿Sabes quién soy, primito?".

"Eres el papá de Clarisse", dijo Percy. "Ares, el dios de la guerra".

Ares sonrió y se quitó la capa. Donde se encontraban sus ojos, solo había fuego, cuencas vacías brillando como explosiones en miniatura.

"Así es, mocoso. Escuché que le rompiste la lanza a Clarisse".

"Ella se lo buscó".

"Probablemente. Pero está bien. No peleo en las batallas de mis hijos, ¿sabes? Estoy aquí para... escuché que estabas en el pueblo. Y te tengo una pequeña proposición".

La camarera regresó con un montón de bandejas llenas de comida, hamburguesas, papas, cebollas y malteadas de chocolate.

Ares le dio unos cuantos dracmas de oro.

Ella miró nerviosamente a las monedas. "Pero estas no son...".

Ares sacó su cuchillo y empezó a limpiarse las uñas con él. "¿Algún problema, corazón?".

La mesera se marchó.

"No puedes hacer eso", dijo Percy. "No puedes amenazar a la gente con un cuchillo".

Ares se rió.

"¿Estás de broma? Adoro este país. El mejor lugar desde Esparta. ¿Acaso no llevas un arma contigo, mocoso? Pues deberías. Hay un mundo peligroso allí afuera. Lo que nos regresa a mi proposición. Necesito que me hagas un favor".

"¿Qué clase de favor podría hacerle yo a un dios?", preguntó Percy.

"Algo para lo que un dios no tiene tiempo. No es nada en verdad. Dejé mi escudo abandonado en el parque acuático aquí en el pueblo. Estaba en una pequeña... cita con mi novia. Pero fuimos interrumpidos. Y dejé mi escudo atrás. Me gustaría que tú me lo trajeras de vuelta".

Sangre y trueno: La sombra del Olimpo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora