La mañana llega lenta, bañando el campamento en una luz pálida y tenue. El aire está cargado de tensión, como si el día fuera a estallar en cualquier momento. Apenas he dormido. Las imágenes de los ojos verdes y el colgante extraño siguen rondando en mi cabeza, y la tos de mi abuelo no cesó hasta altas horas de la madrugada. Aún puedo oír los sonidos lejanos de tos en otras carpas, un recordatorio inquietante de la amenaza que nos rodea.
Salgo de la carpa, dejando a Copito con mi madre y mi abuela. Necesito aire fresco, necesito pensar. A mi alrededor, la gente se mueve con cautela, susurrando entre ellos, como si cualquier ruido fuerte pudiera desencadenar el caos. Veo a algunos de los médicos del campamento hablando con mis padres, sus rostros graves y preocupados. Me acerco, intentando escuchar, pero uno de los médicos me ve y rápidamente cambia de tema, susurrando algo a mis padres antes de alejarse.
Me siento impotente, sin saber qué hacer. El virus está aquí, entre nosotros, y parece que nadie sabe realmente cómo detenerlo. Decido alejarme un poco, explorar el campamento por mi cuenta. Quizás caminar me ayude a despejar la mente.
Me dirijo hacia el límite del campamento, donde los árboles son más espesos y el ruido de la gente se desvanece en la distancia. Mis pensamientos vuelven al colgante que encontré anoche. Lo saco del bolsillo y lo miro detenidamente a la luz del día. El metal oscuro brilla débilmente, y el símbolo tallado en su superficie parece aún más extraño. Algo sobre él me resulta familiar, pero no puedo precisar qué es. Decido guardarlo nuevamente, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda.
Mientras sigo caminando, escucho un sonido entre los árboles, un crujido de ramas secas. Me detengo, conteniendo la respiración. Por un momento, el miedo de anoche regresa, pero esta vez no veo ojos verdes ni sombras misteriosas. En su lugar, un joven se acerca, tropezando con las raíces y las hojas caídas.
—¡Hola! —dice él, alzando una mano en señal de saludo—. No quería asustarte.
Lo reconozco de inmediato: es Tomas. Nunca pensé que lo vería aquí, y mucho menos de esta manera. Su cabello rubio está despeinado, y sus ojos azules parecen más apagados de lo normal.
—Tomas... —respondo, sin saber qué más decir.
—Rhode, ¿verdad? —pregunta, inclinando la cabeza como si intentara recordar. Me sorprende que sepa mi nombre. Nunca me había prestado atención en la escuela, aparte de las bromas ocasionales.
Asiento, todavía sorprendida por su presencia. Tomas da un paso hacia mí, su expresión parece sincera.
—Escucha, sobre ayer... —empieza, rascándose la nuca con una mano—. No debí haberte hablado así. Fue estúpido de mi parte. Este lugar, todo lo que está pasando... —su voz se quiebra un poco—. Me tiene asustado, ¿sabes?
Por un momento, me siento aliviada. Quizás realmente se siente mal por lo que hizo. Empiezo a bajar la guardia.
—Está bien, lo entiendo —le digo, intentando sonar comprensiva.
Pero entonces, su expresión cambia. Una sonrisa burlona se extiende por su rostro.
—Eres más ilusa de lo que pensaba, Rhode —dice, y de repente da un paso hacia mí de manera amenazante.
Retrocedo, sorprendida por el cambio repentino, y tropiezo con una raíz. Caigo al suelo, el miedo apoderándose de mí. Antes de que pueda levantarme, Ana aparece, con una sonrisa maliciosa en los labios.
—Pensé que este lugar sería aburrido al principio —dice, acercándose lentamente—, pero parece que ya tenemos nuestro conejillo de indias para experimentar.
Justo cuando Ana se inclina hacia mí, un sonido extraño, como un cascabeleo, resuena entre los árboles. Es un sonido extraño y aterrador, que hace que todos se estremezcan y miren en dirección al ruido. Ana y Tomas se detienen, intercambiando miradas nerviosas.
—¿Qué demonios fue eso? —susurra Tomas, su voz temblorosa.
El cascabeleo se hace más fuerte, y veo cómo el miedo se apodera de sus rostros. Sin decir una palabra más, ambos se dan la vuelta y salen corriendo, dejándome a mí sola en el claro.
Intento levantarme, mis piernas aún temblorosas por el miedo. Pero antes de que pueda moverme, veo algo entre los árboles. Un chico extrañamente hermoso emerge de las sombras, su apariencia es casi etérea. Es alto, con cabello rubio que brilla como si estuviera hecho de luz. Pero lo más notable son sus ojos, unos ojos verdes y enigmáticos que me miran con una mezcla de curiosidad y diversión.
No tengo tiempo para reaccionar antes de que él se mueva a una velocidad inhumana, apareciendo justo a mi lado en un parpadeo. Me inclino hacia atrás, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
—Tienes algo que es mío y algo de ti que quiero —me susurra, su voz suave pero cargada de una autoridad incuestionable—. Y lo que es mío lo quiero de vuelta. Pero antes de eso, quiero jugar.
Antes de que pueda decir algo, él toca mi mano con una delicadeza inesperada, dejando caer una pequeña bolsita en mi palma. Su toque es cálido, enviando un escalofrío por todo mi cuerpo. No puedo evitar estremecerme.
—Esta es una parte de la cura —dice, sus ojos verdes brillando con un misterio profundo—. Elige a quién curar. No lo hago por bondad. Tu mundo está colapsando, y quiero que sepas que están en mis manos. La cura no será permanente.
Y con esas palabras, desaparece tan rápido como apareció, dejándome sola en el claro, temblando de miedo y confusión. Miro la bolsita en mi mano, sintiendo el peso de su contenido y de sus palabras. Mi mente está llena de preguntas.
Un ruido fuerte y ensordecedor irrumpe en el campamento, como una alarma antigua y oxidada. La gente empieza a gritar, y veo a varios médicos correr hacia el centro del campamento. Corro de vuelta, Ana me sigue de cerca, mirándome extraña, y cuando llego al centro del campamento, noto que varios de los enfermos están siendo llevados a un gran edificio de aspecto improvisado, probablemente una especie de enfermería. Entre ellos, reconozco a mi abuelo, tosiendo violentamente mientras dos médicos lo sostienen.
—¡Abuelo! —grito, corriendo hacia él. Mi madre me detiene, su rostro pálido y tenso.
—No puedes acercarte, Rhode. Puede ser contagioso. —Pero... —empiezo, sintiendo las lágrimas acumularse en mis ojos.
—Están haciendo todo lo posible —dice mi madre, tratando de sonar calmada, pero puedo ver el miedo en sus ojos—. Tenemos que confiar en ellos.
Veo cómo llevan a mi abuelo a la carpa médica, y me doy cuenta de que no hay nada que pueda hacer para ayudarlo. La desesperación y la impotencia se mezclan en mi pecho, y por un momento, todo a mi alrededor se vuelve borroso. De pronto, siento como alguien me mira. Busco la mirada y encuentro los ojos verdes que me observan desde la distancia. El extraño me muestra una bolsa parecida a la que me dio.
"Puede que sea veneno, pienso con ironía. Claro, porque confiar en un extraño no siempre es la mejor idea del mundo."
—Vamos, Rhode. Necesitamos mantener la calma y averiguar qué está pasando. Tal vez podamos ayudar de alguna manera —dice papá.
Asiento lentamente, secándome las lágrimas. No sé qué podemos hacer, pero algo en mi interior me da un poco de esperanza. Mientras me alejo, no puedo dejar de pensar en los ojos verdes y el colgante extraño. Algo en mi interior me dice que, aunque no entiendo lo que está pasando, debo estar preparada para lo que venga y puede que tenga que utilizar esta bolsita extraña.
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El último libro
Short StoryRhode siempre ha encontrado refugio en los libros, perdiéndose en mundos de fantasía, terror, y romance para escapar de la realidad que le resulta abrumadora. Su vida cambia repentinamente cuando suena la alarma de emergencia en su ciudad: un virus...