Capítulo 4: Sombras de la Ausencia

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Los días seguían avanzando, aunque para mí, el tiempo se había detenido en el momento en que perdí a Sebastián. Cada mañana, el despertar era un recordatorio de su ausencia, y cada noche, las sombras parecían alargarse, llenando cada rincón de mi vida con su vacío.

Me levanté de la cama, sintiendo que mis piernas pesaban toneladas. Era como si cada movimiento requiriera de un esfuerzo monumental. El mundo exterior seguía girando, pero mi mundo interior estaba completamente estático. Me miré al espejo, pero no me reconocí. El reflejo que vi era el de alguien roto, con los ojos hinchados y vacíos. Mis manos temblaban ligeramente mientras apartaba un mechón de cabello desordenado de mi rostro.

- ¿Quién soy sin ti, Sebastián? - susurré, como si él pudiera escucharme desde algún rincón lejano.

Al bajar a la cocina, mi madre me esperaba con una taza de café. Sabía que no tenía fuerzas para enfrentar un día más, pero ella no me dejaba hundirme por completo.

- Buenos días, Vic - me dijo con cautela, como si cualquier palabra pudiera hacerme estallar.

- ¿Buenos? - respondí sin mirarla, y me senté frente a la ventana, observando cómo la luz del sol jugaba con las sombras en el jardín. Todo parecía tan normal allá afuera, pero dentro de mí, el caos reinaba.

Ella no dijo nada más, simplemente se sentó a mi lado en silencio. Su presencia era reconfortante, aunque no podía llenar el vacío que sentía. Tras unos minutos, intenté cambiar de tema, como si eso pudiera alejar el dolor, aunque fuera solo un poco.

- Tengo que ir a recoger las cosas de Sebastián - murmuré, sabiendo que era lo correcto, pero temiendo lo que encontraría al enfrentarlo.

- ¿Estás segura de que quieres hacerlo tú? - preguntó mi madre, con un tono lleno de preocupación. - Puedo ayudarte si lo prefieres.

Negué con la cabeza.

- No, mamá. Tengo que hacerlo sola. Es... es lo que él habría querido.

Me dirigí al apartamento de Sebastián con el corazón encogido. Cada paso hacia la puerta sentía como si me adentrara en un territorio prohibido. La llave giró en la cerradura, y el sonido del pestillo me hizo temblar. Al abrir la puerta, el olor familiar a su colonia me golpeó de lleno. Me quedé paralizada en el umbral, incapaz de entrar, mientras una oleada de recuerdos me inundaba.

La última vez que estuve allí, estábamos riendo. Había sido una tarde cualquiera, como tantas otras, pero ahora ese momento parecía distante, casi como si perteneciera a otra vida. Entré despacio, mis ojos recorriendo cada rincón del lugar que solíamos compartir.

El sofá aún estaba como lo dejamos, con una manta arrugada en un extremo. Me acerqué y me senté en él, abrazando la tela entre mis manos. Cerré los ojos y me dejé llevar por los recuerdos, como si así pudiera traerlo de vuelta.

- Dios, Sebastián... - susurré, sintiendo cómo las lágrimas volvían a brotar. - No sé cómo seguir sin ti.

De repente, noté su chaqueta colgada en la entrada. Me levanté y la tomé entre mis manos, presionando la tela contra mi rostro, buscando su aroma, como si eso pudiera llenar el vacío en mi pecho. El dolor se apoderó de mí una vez más, un dolor tan intenso que me sentí atrapada en una espiral de tristeza y desesperación.

Me dejé caer al suelo, sosteniendo la chaqueta como si fuera lo último que me quedaba de él.

- ¡No puedo más! - grité, sabiendo que nadie podía escucharme. - ¡Esto no es justo! ¡Nada de esto es justo!

El eco de mi propia voz resonaba en la habitación vacía, y el silencio posterior solo me hacía sentir más sola. Me quedé ahí, en el suelo, con la respiración agitada y el corazón roto en mil pedazos.

Después de lo que parecieron horas, me levanté y fui a su habitación. Abrí el armario y me encontré con sus camisas, perfectamente colgadas, como si todavía estuviera esperando para ponérselas. Agarré una al azar y me la acerqué al pecho, sintiendo que cada prenda guardaba una parte de él.

- Me prometiste que siempre estaríamos juntos - murmuré, acariciando la tela suave de su camisa. - Me prometiste que no me dejarías sola.

El sonido de mi teléfono interrumpió el silencio. Lo miré y vi que era una llamada de Verónica, una amiga cercana, pero no tenía fuerzas para hablar con nadie. Apagué el teléfono y lo dejé a un lado. Quería estar sola, aunque esa soledad me estuviera consumiendo lentamente.

Después de empacar algunas de sus cosas en una caja, me senté en el borde de su cama, observando la habitación. Cada pequeño detalle me recordaba a él: el reloj en su mesita de noche, los libros que había dejado a medio leer, incluso el cuadro que habíamos comprado juntos en nuestro último viaje.

El tiempo seguía su curso, pero yo seguía atrapada en este momento, incapaz de dejarlo ir.

La puerta principal se abrió suavemente, y escuché unos pasos lentos que se acercaban. Levanté la mirada y vi a mi madre. No dijo nada, solo vino a mi lado, y sin necesidad de palabras, se sentó junto a mí.

- No sé cómo hacerlo, mamá - admití en voz baja, sintiendo que las lágrimas volvían a correr por mi rostro. - No sé cómo seguir sin él.

- No tienes que saberlo ahora - dijo ella, con una dulzura que solo una madre podía tener. - Solo tienes que dar un paso a la vez.

Suspiré, cerrando los ojos y apoyando la cabeza en su hombro. Por un momento, me dejé llevar por el consuelo que me ofrecía, aunque sabía que nada podría realmente llenar el vacío que había dejado Sebastián.

- Solo... lo extraño tanto - susurré, dejando que el dolor fluyera sin resistencia.

Mi madre me abrazó más fuerte, y juntas nos quedamos allí, en silencio, compartiendo el peso de la pérdida.

Y mientras el día avanzaba lentamente, me di cuenta de que el dolor nunca se iría del todo. Pero, de alguna manera, tendría que aprender a vivir con él. Porque, aunque Sebastián ya no estuviera físicamente a mi lado, su amor, su presencia, y los recuerdos que compartimos seguirían viviendo en mí.

Al final, el amor nunca desaparece, simplemente se transforma.

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