Capítulo 5: El Final del Camino

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Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, pero el dolor no desaparecía. Cada mañana era un nuevo recordatorio de que Sebastián no estaba y nunca volvería. Mi corazón, roto desde su partida, parecía hacerse pedazos más pequeños con cada amanecer. La tristeza que me consumía ya no era solo un estado de ánimo pasajero; era una constante, una niebla oscura que se cernía sobre cada rincón de mi vida.

Empecé a notar que mi madre también se sentía frustrada, como si no pudiera comprender mi dolor, como si esperara que algún día me levantara y siguiera adelante. Pero no podía. No sabía cómo. Y el peso de esa expectativa no hacía más que agravar mi angustia.

Una noche, mientras cenábamos, todo explotó.

- ¿Vas a seguir así por siempre? - preguntó mi madre con voz cansada, bajando los cubiertos de golpe. - Sé que estás sufriendo, Victoria, pero esto no es vida. No puedes seguir en esa cama todo el día, llorando por alguien que ya no está.

- ¿Alguien que ya no está? - la interrumpí, sintiendo cómo la rabia se acumulaba en mi pecho. - ¡Era Sebastián! ¡Era mi vida! ¡Mi todo! Y tú... ¡Tú solo quieres que lo olvide!

- No es eso... - suspiró, pasándose la mano por el cabello con frustración. - Solo quiero que te recuperes, que vivas.

- ¡Pero no quiero vivir sin él! - grité, empujando el plato de comida lejos de mí. - ¿No lo entiendes? ¡No hay vida sin Sebastián!

Mi madre se levantó de la mesa, su paciencia agotada. La vi caminar hacia la sala, como si ya no pudiera soportar más, pero yo no había terminado. Me levanté también, siguiendo sus pasos.

- ¡Te lo he dicho mil veces! - continué, ahora con lágrimas en los ojos. - ¡No puedo seguir sin él! ¡Es como si me hubieran arrancado el alma! ¡Y tú solo te preocupas por las apariencias!

Mi madre se giró hacia mí, sus ojos llenos de una mezcla de tristeza y enojo.

- ¡No es eso, Victoria! ¡Es que no puedo verte destruirte así! - gritó, levantando la voz. - Me duele verte sufrir, pero no puedo verte desperdiciar tu vida por alguien que ya no está. ¡Tienes que aprender a seguir adelante!

- ¡No puedo! - grité con todas mis fuerzas, sintiendo cómo mi corazón se rompía aún más. - ¡No quiero seguir adelante! ¡Quiero estar con él! ¡Lo único que deseo es estar con Sebastián!

Me di la vuelta y corrí hacia mi habitación, cerrando la puerta de golpe detrás de mí. Las lágrimas caían incesantemente, y el dolor en mi pecho se hacía insoportable. Me dejé caer en la cama, cubriéndome el rostro con las manos, deseando desaparecer. La rabia, la impotencia, el vacío... todo se mezclaba dentro de mí.

Pasé horas así, hasta que las sombras de la noche se alargaron en las paredes de mi cuarto. Fue entonces cuando lo escuché.

- Vic... - su voz era suave, como un susurro. Al principio pensé que lo estaba imaginando, pero ahí estaba de nuevo. - Vic, ven conmigo.

Abrí los ojos de golpe, buscando el origen de la voz. Al otro lado de la habitación, lo vi. Sebastián. Estaba de pie, con su sonrisa tranquila, sus ojos brillando como siempre lo hacían.

- Sebastián... - susurré, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Me levanté de la cama, acercándome a él. - ¿Eres tú?

- Siempre he estado aquí - me dijo con esa voz que tanto extrañaba. - Nunca me fui, Vic.

Sus palabras me llenaron de una paz momentánea, como si el mundo volviera a tener sentido por un instante. Extendí la mano hacia él, pero cuando estaba a punto de tocarlo, se desvaneció en el aire.

- ¡No te vayas! - grité, desesperada, buscando en la oscuridad. Pero ya no estaba. Todo lo que quedaba era el eco de mi propia voz en la habitación vacía.

Me dejé caer de nuevo en la cama, abrazando la almohada con fuerza. Las alucinaciones habían comenzado hacía unas semanas, y aunque al principio intentaba ignorarlas, ahora eran todo lo que tenía. Sebastián estaba conmigo, en los rincones de mi mente, en los susurros de la noche. Pero cada vez que intentaba alcanzarlo, desaparecía.

Ya no sabía distinguir entre la realidad y mis propios pensamientos. A veces me veía caminando por las calles, buscando su rostro entre la multitud. Otras veces lo escuchaba riendo en la cocina, como si aún estuviera vivo, compartiendo nuestra vida. Pero cada vez que la ilusión se rompía, el dolor volvía con más fuerza.

No podía seguir así. No quería.

Una tarde, mientras miraba por la ventana de mi habitación, lo decidí. El mundo sin Sebastián no tenía sentido, y yo no tenía fuerzas para continuar. Las discusiones con mi madre, la incapacidad de superar el dolor, todo se acumulaba dentro de mí como un peso insoportable.

Esa noche, me encerré en el baño, tomando la pequeña caja de pastillas que había guardado desde hacía tiempo. Me miré al espejo por última vez, observando a la persona que ya no reconocía. La tristeza en mis ojos, las marcas de las lágrimas en mi rostro, todo reflejaba lo rota que estaba.

Me senté en el suelo, abriendo la caja, sacando una pastilla tras otra. Mi mente estaba tranquila, como si finalmente hubiera encontrado una solución a todo el caos.

- Voy a estar contigo pronto, Sebastián - susurré, con una leve sonrisa, antes de tomar la primera pastilla.

Mientras el mundo comenzaba a desvanecerse a mi alrededor, una última lágrima rodó por mi mejilla. Y en ese momento, me sentí en paz. Como si todo lo que había anhelado estuviera a punto de cumplirse. Porque, al final, el amor nunca desaparece. Simplemente se transforma.

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