Capítulo 7

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Él se dio la vuelta y siguió caminando hasta que quedó delante de una pequeña puerta de madera, la cual tenía una manija plateada reluciente. La tomó entre sus dedos para luego girarla. Entramos y sentí cómo la habitación estaba mucho más helada que el resto del lugar. Era pequeña, apenas si cabían cuatro personas. Nicholas estaba callado y sus rostro contenía una expresión seria que no le había visto antes. Tomó una biblia entre sus manos y buscó entre las páginas, la manera de tocar el suave papel con sus dedos me hizo querer que también me tocara a mí. Leyó en voz baja algunas citas, sus labios no hacían ningún sonido, pero se movían como si quisieran un beso.

—Nicholas —pregunté casi en un susurro, sin querer molestarlo.

—Dime —fue lo único que salió de su boca.

—¿Dónde está el mantel del altar, y todo lo demás?

Me miró un poco decepcionado de mi pregunta, como si esperara otra cosa. Pero, ¿qué podría esperar? O quizás yo era la loca que quería pensar así. Me estaba metiendo en terreno peligroso, y lo sabía, pero me gustaba. Era como esa pizca de adrenalina que necesitaba en mis días. Acepté lo que me pasaba con él, pero no se lo confesé.

—En aquel mueble —me indicó.

Abrí las puerta de este y ahí estaban todas las cosas que necesitaba para salir de ese cuarto, en donde la tensión había crecido desde que entramos. El silencio era espectral, como si necesitara rellenarse con alguna conversación perdida.

Tomé las cosas con la mayor delicadeza que pude y las llevé al templo. Acomodé el mantel de seda, que era de un color leche preciso, significaba pureza. Me recordó a aquellos que utilizó María para recoger cada gota sagrada de su hijo antes de morir. Luego tomé dos velas con fragancia a cítricos y las coloqué a cada lado del libro santo. No las encendí, no hasta dentro de un rato, cuando faltaran poco minutos para la celebración.

Acomodé banco por banco para que quedaran alineados con las baldosas del suelo. Eran pesados y de una madera bastante dura, como el roble supuse. Alguno que otro crujió contra el suelo, pero nada de lo cual tuviera que asustarme. Me di cuenta que las flores que habían a los pies de la Virgen se estaban marchitando por el tiempo. Volví a la habitación, pero en mal momento, Nicholas estaba bendiciendo agua bendita, así que esperé en el pasillo hasta que terminara. Di un par de vueltas, recorriendo toda la capilla a su perfección. Volví habiendo pasado unos diez minutos, él ya se encontraba de pie acomodando algunos libros litúrgicos en un estante. Tragué saliva cuando se marcaron sus bíceps por encima del suéter.

—Perdón —dije para llamar su atención.

Se dio vuelta con las ceja arqueadas, atento a lo que iba a decir.

—Las flores de la Virgen —empecé—. Están feas, iré a comprar nuevas.

—¿Segura? —preguntó—Solo quedan veinte minutos para que comencemos.

—Sí —dije—. Tengo tiempo. Hay una tienda a una cuadra que es realmente hermosa, así que…

—Espera, te doy dinero —dijo y sacó su billetera del bolsillo trasero de sus jeans.

—No se preocupe, yo tengo —contesté—Será un regalo.

—Gracias —dijo y yo asentí.

Salí del lugar con esa excusa, aunque más que nada era para respirar de nuevo. No podía estar tan cerca de él, y menos si los únicos en aquel templo éramos nosotros. Simplemente no podía. Revivía todo lo que mi pecho podía sentir, y más si miraba sus manos… Esas manos que las imaginé recorriéndome el cuerpo por completo, apretando cada parte de él. Su boca, tan exquisita como una fresa. Él era una tentación andante, y… Dios, debía ser pecado usar suéteres tan apretados, más si eres sacerdote.

Como sea, entré en la tienda de flores, en donde me atendió una joven de cabello rubio encantadora.

—Hola—me saludó—¿En qué puedo ayudarte?

—Buen día, quiero un ramo de orquídeas.

—Claro —contestó—¿Es para alguien en específico?

—No —dije, aunque técnicamente sí lo eran, pero sería un desastre explicarlo.

Ella fue para dentro de la tienda y me quedé esperando un rato, escuchando la radio que estaba puesta. Por lo que alcancé a oír, era un tema de Arctic Monkeys, pero no supe reconocerlo. La chica volvió en cinco minutos con un bellísimo ramo de orquídeas blancas. Le agradecí antes de pagarle y luego me fui camino a la iglesia.

Cuando llegué, Nicholas ya llevaba puesto su uniforme de sacerdote, estaba terminando de acomodárselo. Sonrió apenas me vio con las flores en la mano.

—Compraste orquídeas —dijo mientras se acercaba—. Debieron salir una fortuna.

—Eso no importa —le contesté—. ¿Queda algo más por hacer?

—Sí —dijo—. Hay que llevar los cancioneros. Yo los llevo no te preocupes.

—Okey.

Salí de la oficina con el ramo y caminé hacia la estatua de la Virgen, le cambié las flores viejas por las nuevas y me deshice de las otras. En eso salió Nicholas con una gran pila de cuadernillos entre las manos. Estos estaban por caerse, fui directo a ayudarlo, pero en definitiva, los cancioneros ya estaban en el suelo para cuando llegué.

—Te ayudo –le dije y me incliné a su lado.

Entre los dos recogimos cada cancionero y los dejamos esparcidos encima del banco más cercano.

—Soy un tonto —soltó entre risitas tímidas.

—Ay no, no lo eres. A todos nos pasa.

Entonces nos levantamos y las risas desaparecieron. La distancia que había no era adecuada para un sacerdote y una mujer. Sentí su respiración entrar por mi boca entreabierta. Sus ojos estaban tan cerca de los míos que me olvidé de cómo respirar. A él parecía pasarle lo mismo. No era solo la proximidad física; era esa tensión, ese algo no dicho que crecía como el silencio del templo. Nuestros alientos se mezclaban en el aire, y la distancia se acortaba con cada segundo.

Entonces retrocedí y tropecé con la pata de uno de los bancos. Pero él me tomó del brazo con una de sus grandes manos antes de que pudiera caer. Sus ojos siguieron fijos en mi boca. El silencio entre los dos se volvió aún más cargado. Podía sentir mi corazón martillando para salir de mi pecho. Se relamió los labios y se acercó un poco más a mí. Solo un movimiento de mi parte, solo uno, y tendría mi boca sobre la suya. Estaba dispuesta a hacerlo, pero los ojos de Jesús nos miraban desde lo alto del altar.

Fue entonces cuando Nicholas retrocedió de golpe, soltándome. El fantasma de sus dedos quemaba mi piel. Su respiración era agitada, me di cuenta por la manera en la que su pecho se movía. Su mirada era oscura, como si estuviera llena de deseo pero, a la vez, de culpa.

—No… —murmuró, casi para sí mismo—Esto no está bien.

Tragué saliva con fuerza, yo también me encontraba algo agitada. Todo pasó tan rápido y ambos habíamos quedado expuestos. La incomodidad se mezclaba con la tensión. Estuvimos a punto de cometer uno de los mayores pecados, pero, no me arrepentía. Por otro lado, Nicholas… su mirada decía todo.

—Yo… iré a terminar de preparar las cosas —dijo y me dejó sola.

Miré la figura del Cristo, que ahora parecía estar enfurecido, como si estuviera decepcionado de ambos. Juzgandonos por nuestros pensamientos ilícitos.

*

Las cosas se pusieron interesantes 🤭 Disfruten!

TENTACIÓN SAGRADA | Nicholas Chavez Donde viven las historias. Descúbrelo ahora