Katerine corrió durante horas, alejándose lo más posible de aquel edificio. Sus pies temblaban, pero ella nunca se detuvo.
Con la llegada del amanecer, se sentó en una banca en la calle para descansar. Recuperó el aliento tomando grandes bocanadas de aire.
Dejó la bolsa a su lado y sacó de ella el libro de Stephen:
“El último girasol del campo.”
—Jmm, está bien —murmuró, su voz apenas fue un susurro.
Abrió el libro en una página al azar y comenzó a leer:
“Mírame, ¿logras verme?
Frías estaciones de tren, el calor de la gente no es suficiente.
¿Es necesario intentarlo de nuevo?
Ya estoy agotado, mi corazón cansado,
y solo quiero parar un momento, un instante.
Entre las estrellas y el pedimento está nuestra historia,
pero también nuestro adiós.
Vuelve a amarme, yo quiero amarte.
Vuelve a abrazarme, yo solo quiero abrazarte.
Vuelve a soñarme… yo no paro de soñarte.
Vuelve, solo una última vez.
Y no seré lo que fui.
No me importa renunciar a mí para tenerte a ti.”
Katerine cerró el libro, alzó la mirada hacia el cielo: los colores suaves del amanecer se degradaban en el horizonte. El sol emergía lentamente, y su rostro comenzaba a iluminarse.
—¿Qué hice? —murmuró, sacando de la bolsa el cuadro de Vincent Van Gogh—. ¿Qué he hecho?
Apoyó la cabeza contra el marco, sintiendo un dolor punzante en el pecho.
Se levantó, volvió a meter todo en la bolsa y caminó hacia su casa.
Al llegar, se sentó en su escritorio y sacó lo que había dentro de la bolsa: el cuadro, el libro, el anillo y unos cuantos dólares. Los dejó sobre la mesa, cruzó los brazos y apoyó la cabeza sobre ellos. Se quedó dormida.
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—Agh... ¿Dónde estoy? —Katerine caminaba con lentitud por un espacio desconocido.
Todo era oscuridad. Un vacío que se extendía hasta el infinito.
Cada paso que daba iluminaba una pequeña luz al fondo. Empezó a correr hacia ella, que se hacía más grande con cada zancada. Al alcanzarla, vio un pequeño parque bajo una luna pálida.
En uno de los columpios estaba sentado Vincent Van Gogh.
—Esto debe ser un sueño —dijo Katerine.
—Tal vez sea más que eso —respondió él.
—¿Dónde estoy? —preguntó, mientras se adentraba en el parque.
—Dímelo tú. Estamos en tu cabeza —contestó Vincent, balanceándose suavemente.
Katerine se sentó en el columpio de al lado.
—Aquí fue donde perdí a mis padres —dijo, bajando la cabeza—. Un día, cuando tenía siete años, me dejaron en este parque. Me senté justo donde tú estás. Empecé a jugar y, cuando volteé a buscarlos, ya no estaban.
—¿Eso te convirtió en lo que eres ahora? —preguntó Vincent.
—No lo sé. Solo sé que, desde entonces, me perdí. Pero Stephen... de alguna forma, él provocó en mí algo que jamás había sentido.
—¿Y qué piensas hacer? —dijo Vincent—. Solo hay una vida y una eternidad. ¿Quieres perderlo en esta vida... y estar sola por toda la eternidad?
Katerine despertó con un sobresalto. Frente a ella estaba el cuadro de Van Gogh.
—Gracias... —susurró, mientras recogía todo lo que había sobre la mesa y lo guardaba en la bolsa.
Salió corriendo de su casa. Recorrió las calles con desesperación. Al llegar al edificio, subió por el ascensor hasta el piso diecinueve. De una patada abrió la puerta del apartamento de Stephen.