XV

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La niña lo volteó a ver, casi como si supiera de a quién se refería. Maurice asintió y la niña recibió la muñeca, sangraba de la nariz y no podía hablar, cosa que le llamó la atención al orangután, por lo que le dijo que esperara mientras le señalaba la muñeca. Luca y Rocket tomaban armas, fórmula como sustito de comida, unos binoculares, una de las mochilas para sostener todo y guardarlo en los caballos. César tomó una de las últimas fotografías de todos aquellos que ya no están, en una de sus reuniones cuando su madre estaba embarazada de su hermana, pensando que sería un buen añadido a sus velos, el último recuerdo que le quedaba de ella.

—Algo le pasa, creo que no puede hablar.

—Ven.

César llamó a su amigo y la niña no tardó en salir detrás de ellos, se detuvo un momento a ver al hombre sin vida, le lloró apenas una lágrima luego de no entender mucho de su relación, de por qué las cuidó, porque siempre estaba alerta y en espera, nunca le dijo qué esperaba y por qué nunca abandonaba esa esperanza, su madre jamás se lo dijo porque ella tampoco supo lidiar de la mejor manera. Ahora ninguno estaba, se encontraba sola en el mundo y no podía expresarlo. No supo en qué momento pasó, cómo o por qué sucedió aquello, solo se veía en esa situación tan irreal. Los simios la veían en espera de que los culpara, explotara en contra suya.

 Los simios la veían en espera de que los culpara, explotara en contra suya

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—Morirá aquí sola.

—No podemos llevárnosla, Maurice— le recordó.

—Entiendo, pero no puedo dejarla... y tú tampoco.

Aun en contra de la voluntad del líder, Maurice llevaba en su mismo caballo a la nieta de Adeline, andando a un costado de César, siguiéndolo fielmente hasta el final. No fue difícil convencerla, quizá ella entendía que no podía quedarse sola, sin saber, por supuesto, quién era él y el peso en su familia. El sol aún estaba en el cielo cuando caminaban junto al mar. Maurice vio a César, quien se mostraba duro, firme, ajeno a la niña para que no sufriera si él llegaba a faltar. La pequeña rubiecita veía al orangután al que se aferraba. Caminaban en fila, César a la cabeza, adentrándose a unos pequeños arrecifes, unas pequeñas rocas que dividían la playa del bosque y el líder les dijo que debían parar, enfrente había un campamento.

EL ÚNICO KONG BUENO

ES EL KONG MUERTO

—¿Encontraste al coronel?

—No, a Winter— su voz era ronca y cargada de odio.

Los demás miembros del cuarteto lo vieron preocupado. César llamó a la niña y le puso los velos en los bolsillos de su suéter, amarradas al cabello y al cuello para que ella las custodiara, nadie mejor para hacerlo. Él debía hacer un trabajo pendiente, aunque Maurice lo acompañara para asegurarse que viviera, tal como hizo con su madre en su día, nada le daría tanta calma como matar a traidores y asesinos. La pequeña no entraría con ellos, pues debía seguir con el legado de Adeline, sólo ella era la indicada. Mientras organizaba la entrada con sus amigos, mencionó el nombre de la hija de la sabia y la niña se aproximó, como si ella reconociera todos esos nombres. Ya habría tiempo para que Maurice le contara todas las grandezas de su abuela, para prepararla para un destino mejor que el que le deparaba a las mujeres de la familia. Winter llevaba un par de cosas a la bodega, le tatuaron ASNO en la espalda, denigrándolo aún más. Vio por el reflejo manchado a su antiguo líder.

Réquiem [3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora