El descenso

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Una noche, Hans y Helga decidieron infiltrarse en la panadería. Conocían bien los patrones de la familia: los Bäcker cerraban temprano los miércoles, y ese día Greta y Klaus solían ir al pueblo vecino para comprar suministros. Quedaba solo Heinrich, y el investigador retirado sabía que esta era su mejor oportunidad.

Forzaron una ventana trasera y entraron en silencio. La oscuridad del lugar era sofocante, pero lo que más destacaba era el olor: el mismo aroma dulce y metálico que flotaba en el aire del pueblo, ahora más fuerte y penetrante.

Hans encontró la trampa del sótano oculta detrás del horno principal. Al abrirla, un escalofrío recorrió su espalda. La escalera de piedra descendía a una oscuridad que parecía viva. Armados solo con una linterna y su resolución, Hans y Helga bajaron, sin saber lo que les esperaba.

El sótano era mucho más grande de lo que parecía desde arriba. Había paredes de piedra cubiertas de moho, mesas largas con cuchillos oxidados y lo que parecía una antigua cámara frigorífica en el fondo. Pero lo más macabro eran los restos: cuerpos colgados de ganchos, algunos recientes, otros reducidos a esqueletos. Helga ahogó un grito al reconocer una de las prendas, un abrigo que pertenecía a un viajero desaparecido hace apenas unas semanas.

"Esto es...", comenzó a decir Hans, pero el sonido de un motor lo interrumpió. Afuera, los faros de un coche se encendían. Los Bäcker habían regresado.

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