Mateo.

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¡Bao! ¡Detente! —gritaba una mujer, su voz ahogada por el terror mientras observaba a su esposo con la mirada llena de desesperación.

¡Cállate, mujer! ¡Este niño necesita aprender a no andar tomando de la mano de sus amigos! —respondió el hombre, su rostro rojo de rabia, sus puños apretados como si quisiera deshacer todo lo que tocara.

La mujer intentó acercarse, su voz temblorosa, pero su cuerpo se veía tenso, como si tuviera miedo de moverse. No podía dejar de mirar a su hijo, ese niño inocente que la miraba con ojos suplicantes, aún sin comprender la magnitud de lo que estaba pasando.

¡Yo se lo pedí, Bao! ¡Se lo pedí! ¡Iban a cruzar la calle! ¡Solo se estaban ayudando! —la mujer sollozaba, buscando alguna forma de que el hombre comprendiera que no había maldad en lo que hacían los niños, solo inocencia. Pero sus palabras solo aumentaban la furia del hombre.

¡No me vengas con esas estupideces! —gritó Bao, el hombre, avanzando hacia ella con pasos pesados y furiosos. — ¡Debería golpearte a ti por ser tan blanda! Por fomentar que mi hijo sea un marica.

La palabra salió de su boca con una furia primitiva, como si fuera un veneno, y lo dijo tan fuerte que resonó en cada rincón de la casa. La mujer se quedó paralizada, sus ojos llenos de lágrimas, incapaz de replicar.

¡No le digas así! ¡No le digas así, Bao! —la mujer gritó con el alma rota, dando un paso hacia su hijo, pero la escena ya había ido demasiado lejos. El miedo, la impotencia, y la rabia de su esposo ya no conocían límites.

Y entonces, el hombre, completamente cegado por su furia, empujó a su esposa. La fuerza de su empujón la hizo caer al suelo con un golpe seco. La cabeza de la mujer chocó contra una mesa de madera y un crujido heló el aire. Un gemido de dolor y luego, el silencio. La mujer permaneció inmóvil, inconsciente, con una herida sangrienta en la frente.

El niño, de siete años, temblaba en un rincón, mirando la escena con terror absoluto, sus ojos bien abiertos, incapaz de entender, pero completamente consciente de que algo terrible estaba ocurriendo. Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero no podía entender por qué su papá estaba tan enojado. No comprendía por qué los golpeaba. Solo veía violencia, algo mucho más allá de su comprensión.

Él vio a su amigo, a Mateo, a su lado, su rostro pálido, aterrorizado, y el niño corrió hacia él. Lo abrazó con todas sus fuerzas, su cuerpo tembloroso buscando consuelo en ese abrazo, un intento desesperado por protegerlo, como si pensara que de algún modo, estando juntos, podrían evitar lo inevitable.

Pero Bao, con la rabia que hervía en su interior, vio ese gesto de cariño entre los dos niños y la ira lo consumió por completo. La repulsión que sentía por el pequeño gesto de afecto, esa pureza, se convirtió en un motor de locura. Dio un paso adelante, con los ojos inyectados en sangre, y con un rugido bestial, empujó al niño con tal fuerza que lo hizo caer al suelo.

¡No lo toques! —gritó Bao, su voz llena de veneno. Y sin pensar, se lanzó hacia Mateo, arrojándolo al suelo con tal brutalidad que el golpe resonó por toda la casa.

El niño cayó de espaldas, el dolor lo inundó de inmediato, pero no tuvo tiempo de reaccionar. El padre de Bao lo tenía encima, golpeándolo, lloviendo sobre él una lluvia de puñetazos que retumbaban con cada impacto. Las palabras del hombre se convirtieron en gritos de rabia incontrolable, maldiciones, insultos, y amenazas. Su voz rasgaba el aire como cuchillos.

¡Esto es lo que mereces! ¡Por andar con esos amigos maricones! ¡Esto te pasa por no comportarte como un hombre!

Cada golpe era más fuerte que el anterior, y el niño apenas podía defenderse, su rostro cubierto por la sangre que brotaba de sus labios. Su cuerpo se tensaba, su mente estaba al borde de la inconsciencia. ¿Cómo había llegado todo a esto? ¿Por qué?

Tal vez en otra vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora