AIRE PESADO

Lyra

El pueblo vibra, lleno de vida. La luz cálida del sol de la tarde se refleja en las fachadas de las tiendas de la plaza, y el aire huele a pan recién horneado y flores frescas. Las risas de los niños se mezclan con el murmullo de los puestos, creando una atmósfera tan distinta a la solemne y pesada corte del castillo. 

Camino junto a Alastair, con el eco de nuestras risas y conversaciones flotando alrededor. Es un día perfecto para alejarse de las preocupaciones y disfrutar de las pequeñas cosas. Elizabeth, siempre llena de energía, se adelanta de vez en cuando para mirar algo que le llama la atención: una tela, un sombrero, un niño corriendo. 

—¿Recuerdas la última vez que vinimos aquí? —pregunta Alastair, sus ojos brillando con una mezcla de nostalgia y diversión. 

Lo miro con una sonrisa. Aunque nuestras vidas han cambiado tanto desde aquellos días, hay algo en su tono que me transporta a esos años más simples. 

—¿Cuando teníamos once años y trataste de robarme ese panecillo de arándanos del puesto de la esquina? —ríe, recordando cómo corría por la plaza con el panecillo en las manos, mientras yo lo perseguía, armada con una espada de madera de mi hermano. 

—¡Fue un robo honorable! —exclama él, burlándose de sí mismo—. No pude resistirme. Esos panecillos eran deliciosos. 

—Todavía lo son —digo, mirando con anhelo un puesto cercano que vende panecillos recién horneados—. Aunque te diré, Alastair, que no hay uno que se compare con los de aquel puesto. 

Nos acercamos a un pequeño puesto de helados y la conversación se torna más ligera. Elizabeth ya está mirando los sabores con entusiasmo. 

—Fresa, definitivamente —dice, como si fuera una revelación. Sus ojos brillan con la misma emoción de cuando era niña. 

Alastair se dirige al vendedor mientras yo observo a los niños cerca de la fuente, corriendo y lanzándose agua. Siento la calidez del sol sobre mi piel, y el sonido alegre de las risas de los pequeños me hace sonreír. 

—No puedo evitar pensar que nosotros éramos como ellos en su momento —comento, mirando a los niños jugar—. ¿Recuerdas cuando pasábamos horas corriendo por los jardines del castillo? 

Alastair ríe suavemente, con una mirada cómplice. 

—Como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Y esas carreras por las escaleras… ¡Creo que terminé con más moretones que tú! 

Nos reímos, y por un momento, las sombras del presente se desvanecen, reemplazadas por esa inocente alegría que solo compartíamos cuando éramos niños. 

Elizabeth se une a nosotros, con su helado de fresa en mano, sonriendo como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. 

—No puedo creer que todavía hablen de esos días como si fuera ayer —dice, lanzándonos una mirada traviesa. 

—La juventud tiene sus formas de quedarse con uno, aunque el tiempo pase —respondo con una sonrisa. 

Alastair, sin embargo, parece más pensativo. Su mirada se desvía hacia la plaza y luego hacia mí, como si evaluara algo más allá de nuestras bromas. 

—A veces me pregunto, Lyra —dice, casi en un susurro—, si hubieras seguido siendo la misma, si las cosas no hubieran cambiado tanto. 

Lo miro, sorprendida por su seriedad. 

—¿Qué quieres decir? —pregunto, intentando comprender su tono. 

—Sé que lo que hicimos para proteger el reino cambió nuestra vida. Pero, a veces, me pregunto si habrías sido más feliz sin ese peso. 

Me quedo en silencio, pensando. 

—No sé si podría haber sido diferente. Pero, si hubiera sido, ¿quién sería yo ahora? 

Antes de que pueda responder, una sombra se cruza en nuestro camino. Eros, con su presencia imponente, aparece detrás de nosotros. 

—Princesa, no debe salir sin escolta —dice, con una voz controlada que me incomoda de inmediato. 

—Comandante, ya le dije que no estoy sola —respondo, forzando una sonrisa. 

Eros no se inmuta; su mirada fría se posa en Alastair, quien lo observa con desinterés y desconfianza. 

—Mis órdenes son claras, princesa. Debo acompañarla. 

Alastair arquea una ceja. 

—No parece muy contento con su papel, ¿verdad? 

—¿Deseas un helado, hermano? —pregunta Elizabeth aún en el puesto de los helados. 

Eros acepta el helado que le ofrece Elizabeth, quien lo mira con curiosidad. 

—General, ¿siempre es tan callado? —bromea ella—. Necesita relajarse. 

Eros apenas mueve la cabeza en respuesta. 

Nos dirigimos a la librería, Elizabeth insistiendo en ver a Samuel. Mientras ella se adentra, Alastair y yo continuamos el paseo. 

—¿Te has dado cuenta de lo raro que está últimamente? —le pregunto. 

—Creo que simplemente es así, aunque está más distante. 

Seguimos caminando en silencio. 

—No sé qué le pasa, pero parece más preocupado de lo que debería. Lo noto en sus gestos —digo finalmente. 

Alastair asiente. 

—Tienes razón. Lo que más me intriga es cómo ha cambiado en tan poco tiempo. ¿Qué pasó luego de que los dejé solos? 

Mi corazón late más rápido. 

—Nada en especial... 

—¿Lo conoces realmente? 

—Han pasado solo dos lunas, pero empiezo a descifrarlo… a veces. 

Cuando regresamos al castillo, la atmósfera cambió de inmediato. El aire pesado entre Eros y yo era palpable, y aunque Alastair intentó hacer una broma ligera, sabía que ambos estábamos pensando lo mismo. Eros estaba a punto de dejarnos, y yo sentía como si el mundo a mi alrededor se desmoronara lentamente. 

Alastair se despidió con una sonrisa, y entonces me quedé frente a Eros, el silencio entre nosotros mucho más denso de lo que jamás había sido. Sin una palabra, él se acercó y, con una rapidez que me sorprendió, me besó. 

Sus labios posesivos sobre los míos. Sus manos firmes se dirigieron a mis caderas para acercarme más a su cuerpo. Es mi primer beso y me pregunto ¿Realmente debo sentir estas ganas de derretirme en sus brazos? Su lengua entra en mi boca si previo aviso y no sé que hago pero la entrelazo con la suya. Llevo mis manos hasta su cabeza y acaricio su cabello, puedo notar lo suave que es. El beso no es suave ni romántico. Es demandante, lleno de una intensidad que me hizo perder la noción del tiempo. De alguna manera, me dejé llevar, aunque mi mente grita en protesta. Cuando se separa, mi respiración es irregular.

Sus ojos grises, ahora oscuros por la dilatación se encuentran con los míos y por primera vez veo como su sonrisa se extiende hasta sus ojos.

Succiona mi mentón y reparte besos por mi rostro, luego baja al cuello donde muerde, succiona y lame por todas partes. La sensación es placentera, mi cuerpo se eriza cuando siento como sus manos se mueven hasta mi trasero.

De un momento a otro se aleja y al parecer recapacita de todo lo que acaba de pasar aquí.

Tomé su cuello con firmeza, acercándolo de nuevo a mí molesta.

Lo peor es que no sé si me molesta que se detenga o lo que hizo.

—¿Cómo osa? Atrevido, jamás le di esa apertura —susurré, mi voz llena de ira y deseo a la vez. 

Eros sonrió, una sonrisa que no era amable, ni siquiera complaciente. Era la sonrisa de alguien que sabía exactamente lo que hacía. 

—Porque sabía que no me la darías jamás, princesa —dijo, y sin más, se dio la vuelta y se alejó, dejándome allí, con la sensación de que todo lo que conocía se estaba volviendo más oscuro, más peligroso, y más incierto.

Cautivos Entre Espadas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora